Con casi 15 años fui realmente consciente de la presión. Llevaba meses provocándome el vómito a diario, y aunque cada vez me veía mejor, nunca era suficiente. Ansiedad, depresión. Meses atrás había conocido a Álex, un buen chico con el que empecé algo parecido a una relación. Todo iba bien hasta que nuestros encuentros comenzaron a ser más íntimos. “Apaga la luz” se convirtió en una de mis frases más recurrentes. No soportaba verme, ni que me vieran. También costaba que me tocaran, así que no era capaz de compartirme, algo que él siempre entendió. O quizás no siempre. Recuerdo ese 30 de octubre como si acabara de suceder. Álex se puso muy agresivo, y después de decirme que estaba harto de mí y de esperar, me tiró en su cama. Solo fui capaz de pensar que, encima, la luz estaba encendida, y fue eso lo que me hizo sacar fuerzas y zafarme de él. Volví a casa siendo incapaz de llorar y con la camiseta rota, aunque no fue lo único que se rompió esa tarde.
Tras años de trabajo personal y psicológico conseguí llevarlo con más o menos normalidad. Las capas de piedra que había ido construyendo, poco a poco, fueron cayendo y me permití volver a sentir, a desear, a disfrutar. Ya tenía casi 18 y Dani, mi mejor amigo, fue un gran apoyo en aquel camino de superación, así que era habitual verlo por casa. Una noche, estando sola, le pedí que viniera, pues la ansiedad me estaba superando y no sabía a quién más podía acudir. Dani llegó en algo menos de quince minutos, cuidó de mí durante horas. Estando tumbados en mi cama, como hacíamos siempre, me abrazó, pero noté algo distinto. Estaba apretándome mucho hacia su cuerpo y le dije que me estaba haciendo daño. Puso una de sus manos sobre mi culo y lo apretó de igual manera. Pude notar su erección mientras besaba mi cuello. Le pedí varias veces que me soltara, y con una voz que apenas reconocí me respondió que íbamos a pasarlo bien juntos. Dani comenzó a desnudarse e hizo lo mismo conmigo. Cerré los ojos. Solo recuerdo el dolor que provocaron sus fríos dedos dentro de mí y su boca en mi pecho. Paró. Pidió disculpas y se marchó dejándome semidesnuda en mi cama. No volví a saber de él.
Tenía 22 años y todo marchaba regular. Después de pasar unos años bastante estables, una relación tóxica me había vuelto a hacer caer. Fue en ese momento cuando conocí a A., un chico interesante y que me hacía reír muchísimo. Hablábamos bastante y nos hicimos amigos. Nos cruzábamos casi a diario en la universidad y nos llevábamos bien, así que, meses después, quedamos una tarde. Por aquellos caprichos de la vida, se puso a llover muchísimo, así que le propuse venir a mi casa y ver una serie que siempre comentábamos. Vino a casa y puse un episodio de la serie en el ordenador. Estábamos sentados en mi cama cuando noté que empezaba a acercarse. Apoyaba la cabeza sobre mi hombro, colocaba la mano en mi muslo… Mi incomodidad era notable, pues cada vez hacía más esfuerzos por apartarme de él, llegando a estar arrinconada contra la pared del cabecero de la cama, pero aun así, él siguió. El capítulo terminó y me levanté para apagar el portátil y decirle que, por favor, se fuera, pero la tarde tomó un rumbo distinto. Ese “pensaba que eras más lanzada” mientras A. tiraba de mi brazo y me colocaba sobre él resuena aún en mi cabeza.
Recuerdo sus brazos apretándome tanto que me costaba respirar. Recuerdo cerrar los ojos mientras él metía su lengua en mi boca. Recuerdo las ganas de vomitar. Recuerdo mis primeras lágrimas cayendo por las mejillas mientras notaba su erección en mi entrepierna. Recuerdo ver cómo se desnudaba y cómo me ayudó a desnudarme. Recuerdo que me obligó a quitarme los calcetines. Recuerdo que se tumbó en la cama y me puso encima de él. Recuerdo la sensación de su pene rozando mi vagina totalmente seca. Recuerdo la cara con la que me miraba, sus ojos brillantes y su sonrisa mezquina. Recuerdo las ganas de vomitar.
Recuerdo que me obligó a practicarle sexo oral. Recuerdo cómo agarraba mi cabeza y la sensación de ahogo. Recuerdo que me hizo parar y me tumbó en la cama. Recuerdo el calor de su boca en la entrepierna. Recuerdo el sentimiento de culpabilidad cuando llegué al orgasmo. Recuerdo sentirme traicionada por mi propio cuerpo. Recuerdo que volvió a meter su pene en mi boca. Recuerdo las ganas de vomitar. Recuerdo que besaba mi boca mientras yo intentaba apartarme. Recuerdo que se colocó un preservativo y me penetró. Recuerdo sentir que mis carnes se quebraban, el intenso dolor y su cara de placer. Recuerdo las lágrimas rodando por mis mejillas. Recuerdo no ser capaz de moverme. Recuerdo que me pidió que me pusiera encima. “Acaba ya y vete, por favor”. Recuerdo sentir las embestidas más fuertes y más seguidas. Recuerdo su gemido y su peso encima de mí al acabar. “Nunca había durado tanto haciéndolo, me has puesto muchísimo”. Recuerdo cómo salió de mí y se levantó. Recuerdo que se vistió y me puso mi camiseta de pijama. Recuerdo que le abrí la puerta para que se marchara. Recuerdo que volvió a besarme en la boca. “Cuando quieras repetimos”. Recuerdo las ganas de vomitar.
Lo siguiente que recuerdo es vacío. No sabía qué acababa de suceder pero necesitaba abrir todas las ventanas, cambiar las sábanas. Me sentía sucia, así que me metí en la ducha y froté tan fuerte que me levanté la piel. Los días siguientes fueron aún peores. Sangrados, dolor, infección y una sensación de vacío que no acababa de comprender. Tardé semanas en comprender que no había tenido sexo sin ganas. Tardé semanas en comprender que se trataba de una violación. Tardé meses en pronunciarlo. Ha pasado más de medio año y sigo sin poder pronunciar su nombre, sigo sintiendo miedo cada vez que piso la universidad y aún más cuando lo hago sola, sigo siendo incapaz de conocer a un chico sin temer. Sé que sigo rota. Sé también que, aunque haya pedazos que consiga reunir y poner en orden, Diego, Álex, Dani y A. se llevaron trozos de mí que no van a volver nunca. Me gusta pensar que esos huecos son flores que se marchitaron y cayeron. Me gusta pensar que llenaré los huecos con flores nuevas de un color rojo intenso, lleno de vida.
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