Ella no sabía donde dirigirse aquel domingo de octubre. Su pelo estropeado por la humedad del ambiente, escondía parcialmente aquella blanca cara irritada por el roce de sus largas uñas.
No sabía su dirección, pero efectivamente tenía claro su destino.
Hacía algunas semanas su jefe le había anunciado un ascenso. Lo merecía. Desde su llegada a la empresa todo había salido a pedir de boca. Objetivos alcanzados uno tras otro, hicieron crecer los beneficios y ampliar las oportunidades del negocio.
Ella disfrutaba con ese trabajo. Los resultados la mantenían celebrando los éxitos.
Y llegó el momento. Por fin el reconocimiento público; esa tarde su jefe anunciaría a la compañía el ascenso y los consecuentes cambios de jerarquía que esto supondría.
Lisa, sería nombrada y todos fijarían su vista en ella para admirarla, felicitarla y posteriormente criticarla.
Hasta ese instante, nadie, excepto el jefe conocía a Lisa.
Ella acostumbraba a llegar antes del amanecer, cuando todos los demás mantenían alguna obligación familiar. Su estilo discreto y su carácter reservado, la habían convertido en un mueble para sus compañeros de lugar de trabajo.
A la mañana siguiente, no dejaron de acercarse a saludarla. Necesitaban conocerla, se había convertido en alguien importante en el trabajo.
Lisa se sintió abrumada al comprobar una y otra vez que era “nueva” para todos sus compañeros. Que aquella chica que jamás había reparado en cuándo y cómo llegaba Lisa al trabajo, hoy andaba preguntando hasta por el restaurante favorito.
Aterrada, aquel domingo de octubre, decidió dejar aquel lugar… porque si antes de mi no soy nada, no he sabido estar.
Cada amanecer nos ofrece la oportunidad de llegar, de aterrizar, de confluir.
Si. Esa es la vida. Y lo demás, ¿es vivir?