Cada época del año tiene su encanto. Yo soy muy aficionado a los días navideños, pero entiendo perfectamente a quienes tienen otras preferencias. El verano posee un atractivo innegable, los rocieros tienen pasión por los días del camino, los chirigoteros se preparan durante meses para los carnavales, los nostálgicos desempolvan sus discos de new age cuando las hojas de los árboles comienzan a teñirse de ocre y los soñadores optimistas… bueno, los soñadores están de enhorabuena las semanas de campaña electoral.
Una campaña electoral es, por definición, una lista de promesas para convencer al votante. Se lanzan de manera estratégica dosis de anuncios atractivos para dar a conocer un programa electoral, aderezado con algún que otro golpe de efecto. Y no conozco a nadie que no se emocione ante una batería de anuncios apoteósicos. ¿Quién se resiste a que se creen miles de empleos, a que se construyan cientos de viviendas, a que nuestros jóvenes sean los mejores jóvenes de todo el país gracias a las facilidades que van a poner a su disposición, a que nuestros barrios tengan más de todo o a que los semáforos te cuenten chistes cuando estás triste?
En campaña, además, escuchamos vítores de ciudadanos desinteresados en los mítines que aplauden con lágrimas en los ojos hasta hacer retumbar los empastes y los candidatos te saludan y sonríen como si no te hubieran visto en, no sé, los últimos cuatro años. No, no me nieguen que las campañas electorales suben el ánimo y te hacen ver la vida igual que el Coyote cuando recibe al Correcaminos por Amazon.
No obstante, existen unas cuantas paradojas en las campañas y promesas electorales, que a veces te hacen desconfiar de todo este tinglado.
¿Conocen a alguien que se haya leído un programa electoral entero? Y no hablo leerse el de todos los partidos para poder decidir, no, simplemente el del partido que más simpatías nos despierte. Pues no, sinceramente. A no ser que seas analista político o periodista, quizás alguno de ustedes, alguna vez, hizo un esfuerzo y lo intentó, pero no, no nos engañemos. La principal paradoja es que el votante indeciso no vota por el programa electoral, vota en base a los anuncios de promesas del programa que no leen y al carisma del candidato. Existen, claro está, una multitud de votantes decididos, esos que declaran en las encuestas y dan contenido a los sondeos del CIS, pero esos votan por otros criterios distintos, ideológicos o incluso por tradición.
Esto nos lleva a la segunda paradoja. Un político, ya que llega al poder por sus promesas, destaca por su poder de convicción, no por sus cualidades de gestión. Para eso se encargan sus asesores, directores generales, técnicos y funcionarios. Un político es, ante todo, un comercial, un buen vendedor, porque si un político no sabe vender su promesa, ¿cómo va a llegar al poder? Por tanto, elegimos a alguien por lo bien que vende, no por lo bien que gobierna. Esto es un hecho, y además un contrasentido. ¿Por qué no valoramos la formación, la experiencia o la profesionalidad del candidato a la hora de votar? Al fin y al cabo no estamos eligiendo a los reyes del baile de fin de curso.
Es cierto que no todos los políticos son desconocidos, algunos repiten y sí tienen experiencia en gobernar. Para estas opciones tenemos más fácil a priori valorar lo que nos ofrecen y lo que podemos esperar de ellos. Y aquí se nos presenta otra paradoja más: a pesar de que nos debería interesar los resultados obtenidos y si cumplen sus promesas, nadie comprueba qué es lo que han conseguido de todo lo anunciado en su programa electoral. ¿Por qué no se ofrecen datos y estadísticas objetivas e independientes sobre el grado de ejecución de un programa electoral cuando finaliza una legislatura? Nos llevaríamos enormes sorpresas, pero nadie se molesta en hacer ese ejercicio para tomar su decisión.
Por último, a menudo nos encontramos con la paradoja de que, a pesar de que estamos decidiendo quién nos solucionará los problemas del día a día, no hay nada que nos provoque más impacto que una promesa electoral original o extravagante. Un anuncio de un telecabina que cruza la ciudad, un submarino turístico o un museo de robots humanoides suele provocar mayor impacto, titulares y atractivo que presentar un plan de choque contra el fracaso escolar, un plan de reconversión de empresas en crisis o una línea de ayudas para rehabilitación de fachadas. Y esto nos debería hacer reflexionar sobre si de verdad somos conscientes de lo que estamos decidiendo o si en el fondo somos como cualquier otro marinero, muy vulnerables ante el primer canto de sirena que se nos cruza.
¿Es lícito, y sobre todo honesto, prometer futuros llenos de arcoiris sostenibles, fuegos artificiales y unicornios virtuales? Nos ilusionamos con propuestas llamativas de bajo impacto, nos anestesian con anuncios grandilocuentes de escaso recorrido, a ser posible con anglicismos de moda y políticamente correctos. Mientras tanto, la realidad nos dice que los barrios necesitan limpieza, los comercios necesitan actividad, los ciudadanos necesitan transporte público moderno y de calidad, los centros de salud necesitan especialistas, las empresas necesitan oportunidades de negocio, la educación necesita abordar el acoso en los centros y el fracaso escolar, la ciudad necesita transporte asequible para cualquiera que quiera visitarnos y que la enorme desigualdad social y salarial se combate con empresas y oportunidades laborales que no limiten las esperanzas a encontrar un puesto en la administración pública. Estas deberían ser nuestras preocupaciones inmediatas, y esos los verdaderos criterios para saber qué prometer y cómo valorar lo que un partido político es capaz de conseguir.
Las promesas son fáciles de hacer. Sin embargo el verdadero valor de una promesa está en su cumplimiento. Rousseau afirmaba que “el más lento en prometer es siempre el más fiel en cumplir”. Si seguimos la lógica de esta afirmación, una campaña electoral, que es un aluvión de rápidas promesas, estaría avocada a una inevitable avalancha de incumplimientos. Yo me pregunto, ¿están todos los soñadores optimistas preparados para que les rompan el corazón o harían bien en buscarse otra época del año favorita?