Nuestro Tribunal Constitucional, en un auto de 30 de abril de 2020, en pleno confinamiento domiciliario y con la escasa información disponible hasta la fecha, describió certeramente la gravedad de la COVID-19: “en el estado actual de la investigación científica, cuyos avances son cambiantes con la evolución de los días, incluso de las horas, no es posible tener ninguna certeza sobre las formas de contagio, ni sobre el impacto real de la propagación del virus, así como no existen certezas científicas sobre las consecuencias a medio y largo plazo para la salud de las personas que se han visto afectadas en mayor o menor medida por este virus”.
Mes y medio antes el Gobierno declaró el estado de alarma ante la situación de emergencia sanitaria derivada de la propagación de esta pandemia, siendo autorizadas sus prórrogas por la mayoría de fuerzas políticas representadas en el Congreso de los Diputados.
Tal declaración abrió un debate en la sociedad española sobre la procedencia de dicho estado y su impacto en los derechos fundamentales, particularmente la libre circulación de las personas, y que ha de ser objeto de pronunciamiento por el Tribunal Constitucional, a raíz del recurso de inconstitucionalidad presentado por VOX.
Comenzaremos diciendo que el derecho de excepción está regulado en el artículo 116 de la Constitución y en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de julio. Ley, por cierto, aprobada meses después de la intentona golpista del 23 de febrero. Aquel precepto constitucional señala que son tres los estados excepcionales: alarma, excepción y sitio, y esta Ley delimita las situaciones que justifican la adopción de cada uno de ellos.
Así, el estado de alarma atiende a alteraciones graves de la normalidad provocadas por acontecimientos naturales o sociales. La Ley habla expresamente de “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”. Frente al carácter “político” del estado de excepción, previsto para graves alteraciones del orden público que es previsible que no puedan atajarse por los medios ordinarios; y de sitio, referido a la supervivencia del Estado y de su ordenamiento constitucional.
Como se puede colegir fácilmente, cada estado no responde a un proceso gradual dentro del derecho de excepción sino que atienden a situaciones cualitativamente diferenciadas. El de alarma, despolitizado (Cruz Villalón) y destinado a combatir las catástrofes naturales o tecnológicas, y el de excepción a resolver las crisis de orden público y otras alteraciones del orden político.
El Tribunal Supremo, en dos recientes sentencias, toma partido por el estado de alarma justificado por la epidemia que sufrimos, descartando el estado de excepción “que no está previsto para supuestos como el que nos afecta sino para aquellos en que se vea alterado muy gravemente el orden público”.
Y el Tribunal Constitucional, tras la declaración del primer estado de alarma bajo la vigencia de la Constitución de 1978 para hacer frente al cierre del espacio aéreo español en diciembre de 2010, ha determinado el alcance que la declaración de dicho estado podía tener sobre los derechos fundamentales, poniendo de relieve su menor intensidad respecto de los estados de excepción y sitio. A diferencia de estos, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental, “aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio. En este sentido, se prevé, entre otras, como medidas que pueden ser adoptadas, la limitación de la circulación o permanencia de personas o vehículos en lugares determinados o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos …”.
De ahí que el Tribunal Constitucional recordase, en el citado auto de 30 de abril de 2020, que “las medidas de distanciamiento social, confinamiento domiciliario y limitación extrema de los contactos y actividades grupales, son las únicas que se han adverado eficaces para limitar los efectos de una pandemia de dimensiones desconocidas hasta la fecha. Desconocidas y, desde luego, imprevisibles cuando el legislador articuló la declaración de los estados excepcionales en el año 1981”.
Esta es la razón por la cual el Decreto del estado de alarma de 14 de marzo de 2020 estableciese una limitación de la libertad de circulación de las personas para frenar los contagios. Limitación de este derecho fundamental justificada por los bienes constitucionales que se trataban de preservar (vida, integridad física y salud de las personas), necesaria pues no se conocían otros medidas de intervención menos restrictivas de la libertad pero igualmente eficaces para la contención del virus, y proporcionada dado que, ponderados aquellos derechos y bienes en conflicto, el sacrificio que representaba la limitación de la libertad deambulatoria era razonablemente asumible en aras de la protección de la vida, integridad física y salud de las personas.
Esos mismos bienes constitucionales, y no el orden público, fueron los tenidos en cuenta por el Tribunal Constitucional para desestimar el recurso de amparo interpuesto por un sindicato frente a la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia que confirmaba la prohibición de la celebración de la manifestación del primero de mayo del año pasado en Vigo. Se trataba, con ello, de evitar la expansión del virus. En suma, el derecho a la vida, la integridad física, la salud de las personas y la defensa de un sistema de asistencia sanitaria, cuyos limitados recursos es necesario garantizar adecuadamente, se erigen en el fin constitucionalmente legítimo para prohibir el derecho fundamental de manifestación.
En esa ocasión, la discusión sobre si el decreto de declaración del estado de alarma suponía o no, de facto, y por derivación de la limitación de la libertad deambulatoria, una limitación excesiva o incluso una suspensión del derecho de manifestación no fue abordada por el Tribunal Constitucional.
Eso si, resulta llamativo que para resolver este recurso de amparo la Sala no hubiese elevado al Pleno una autocuestión de inconstitucionalidad porque considerase que el Decreto del estado de alarma aplicado lesionara derechos fundamentales o libertades públicas.
Estamos, en todo caso, ante una normativa que se ha revelado inadecuada para enfrentarse con éxito a esta pandemia y que motiva esas disquisiciones jurídicas sobre el impacto en los derechos fundamentales. Dos Tribunales Superiores de Justicia llegaron a autorizar en su momento el confinamiento domiciliario decidido por su respectiva comunidad autónoma, siendo posteriormente anulado por el Tribunal Supremo. Y sin que la denominada “ley de pandemias” propuesta por alguna formación política se revele como la solución mágica a toda esta problemática de orden constitucional.
Como señala López Guerra, “en supuestos límite o dudosos, cuando haya que adoptar medidas restrictivas de derechos fundamentales, la elección debe hacerse en favor de la opción que mejor salvaguarde esos derechos y que confiera menor ámbito de acción al Poder Ejecutivo”. Por ello, no deja de sorprender que quienes en su momento reclamaban con insistencia el estado de excepción se presentasen como adalides de la libertad, lo que hubiera supuesto sin ninguna duda una restricción más grave de los derechos fundamentales.