Ante la situación de emergencia sanitaria derivada de la propagación de la COVID-19 el Gobierno declaró el pasado 14 de marzo el estado de alarma. Tal declaración ha abierto un debate en la sociedad española sobre la procedencia de dicho estado y su impacto en los derechos fundamentales, particularmente la libertad de circulación de las personas. Un debate, como todos últimamente, no exento de aceradas críticas al Gobierno.
El derecho de excepción está regulado en el artículo 116 de la Constitución y en la Ley Orgánica 4/1981. Aquella señala que son tres los estados excepcionales, alarma, excepción y sitio, y esta delimita las situaciones que justifican la adopción de cada uno de ellos. Y así, el estado de alarma atiende a alteraciones graves de la normalidad provocadas por acontecimientos naturales o sociales. La Ley habla expresamente de “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”. Frente al carácter “político” del estado de excepción, previsto para graves alteraciones del orden público que es previsible que no puedan atajarse por los medios ordinarios. Cada estado no responde a un proceso gradual dentro del derecho de excepción sino que, como se puede apreciar, atienden a situaciones cualitativamente diferenciadas. El de alarma vinculado con catástrofes naturales o tecnológicas y el de excepción con el orden público y otras alteraciones del orden político.
El Tribunal Constitucional, en su reciente Auto de 30 de abril, describe certeramente la gravedad de esta pandemia: “en el estado actual de la investigación científica, cuyos avances son cambiantes con la evolución de los días, incluso de las horas, no es posible tener ninguna certeza sobre las formas de contagio, ni sobre el impacto real de la propagación del virus, así como no existen certezas científicas sobre las consecuencias a medio y largo plazo para la salud de las personas que se han visto afectadas en mayor o menor medida por este virus”. La declaración del estado de alarma permite al Estado, a los solos efectos de solucionar los graves problemas derivados de la pandemia, asumir temporalmente todas las competencias necesarias para ponerle fin. En modo alguno supone, por lo demás, una aplicación encubierta del famoso artículo 155 de la Constitución. Aquí no se trata de conjurar determinados incumplimientos graves del bloque de constitucionalidad por una comunidad autónoma, sino de “afrontar situaciones excepcionales que precisan de la atribución de poderes extraordinarios residenciados en autoridades estatales, en la medida en que nos encontramos ante situaciones de ámbito supraautonómico que exigen una dirección única en todo el Estado dirigida a poner fin a la situación de peligro y riesgo que deriva del acontecimiento legitimador del estado de alarma a que se refiere el artículo 116 de la Constitución” (Tomás de la Quadra-Salcedo).
Ahora bien, vigente dicho estado no es posible la suspensión de derechos fundamentales que si permite en cambio la declaración del estado de excepción o de sitio (artículo 55 de la Constitución). Lo que si posibilita el estado de alarma es la limitación o restricción de derechos fundamentales. Por eso “no deja de sorprender que los que reclaman el estado de excepción se presenten como adalides de la libertad” (Francisco Bastida).
Tal y como señala el Supremo Intérprete de la Constitución “las medidas de distanciamiento social, confinamiento domiciliario y limitación extrema de los contactos y actividades grupales, son las únicas que se han adverado eficaces para limitar los efectos de una pandemia de dimensiones desconocidas hasta la fecha”. Razón por la cual la Ley permite en el decreto del estado de alarma acordar, entre otras, la limitación de la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos. En este sentido, el Decreto del pasado 14 de marzo estableció una limitación de la libertad de circulación de las personas para frenar los contagios. Limitación de este derecho fundamental justificada por los bienes constitucionales que se tratan de preservar (vida, integridad física y salud de las personas), así como ser necesaria pues no se conocen otros medidas de intervención menos restrictivas de la libertad pero igualmente eficaces para la contención del virus, y proporcionada dado que, ponderados aquellos derechos y bienes en conflicto, el sacrificio que representa la limitación del derecho es razonablemente asumible en aras de la protección del derecho o bien constitucional que justifica la intervención.
Esos mismos bienes constitucionales, y no el orden público, son los tenidos en cuenta por el Tribunal Constitucional para desestimar el recurso de amparo interpuesto por un sindicato frente a la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia que confirma la prohibición de la celebración de la manifestación del primero de mayo en Vigo. Se trata, con ello, de evitar la expansión del virus. En suma, el derecho a la vida, la integridad física, la salud de las personas y la defensa de un sistema de asistencia sanitaria, cuyos limitados recursos es necesario garantizar adecuadamente, se erigen en el fin constitucionalmente legítimo para prohibir el derecho fundamental de manifestación.
El Tribunal Constitucional declara que “la discusión sobre si el decreto de declaración del estado de alarma supone o no, de facto, y por derivación de la limitación de la libertad deambulatoria del artículo 19 de la Constitución, una limitación excesiva o incluso una suspensión del derecho de manifestación no puede ser abordada, ni siquiera a efectos dialécticos en este momento procesal, ni siquiera en este recurso de amparo”. Dicho de otro modo, y como aviso a navegantes, para resolver este recurso de amparo la Sala no ha elevado al Pleno una autocuestión de inconstitucionalidad porque considere que el Decreto del estado de alarma aplicado lesione derechos fundamentales o libertades públicas.
Para concluir, conviene recordar que en un Estado de Derecho, incluso en momentos de excepción, quienes ejercen el poder (en este caso, el Gobierno) están sujetos al control inexcusable del Parlamento y de los tribunales de Justicia. “Quienes como consecuencia de la aplicación de los actos y disposiciones adoptadas durante la vigencia de estos estados sufran, de forma directa, o en su persona, derechos o bienes, daños o perjuicios por actos que no les sean imputables, tendrán derecho a ser indemnizados de acuerdo con lo dispuesto en las leyes”.