Todo lo que vivas estará mediado por tu posición en la compleja red de relaciones de poder que se ven atravesadas por el género, la clase, la etnia, y un largo etc. de añadidos que hace del vivir una auténtica carrera de obstáculos cuyo podium, pareciera, ya está elegido desde el principio.
Si bien las diversas realidades de las mujeres migrantes que trabajan en el empleo del hogar los cuidados merecen ser relatadas desde muchos prismas -tantos como para dedicarles una temporada entera-, hay un ingrediente común que atraviesa proyectos migratorios, condiciones laborales y calidad de vida: la violencia. Hablamos hoy sobre la erradicación de cualquier tipo de violencia contra la mujer, aunque lo más justo sería que fueran ellas mismas, las empleadas del hogar, quienes tomasen la palabra. No siendo así, vamos a aprovechar todo lo que hemos aprendido con ellas para que este espacio sirva como cruce de ideas y reflexión.
La violencia es un continuo. La violencia empieza antes incluso de haber tomado la decisión de migrar. La violencia expulsa de los países de origen. No hablamos solamente de violencia organizada, hablamos de la que se vive por el mero hecho de ser mujer de clase trabajadora y decidir tomar un avión para que tu familia pueda subsistir aún a costa de tu propia salud. ¿El viaje? También es violento. Miles de escalas para poder llegar a un país que, desde el principio, te remarca que no eres bien recibido. “Que te den la vuelta” nada más pisar territorio español es uno de los miedos que sufre cualquier mujer migrante que intenta entrar como turista sabiendo que su fecha de vuelta es más bien incierta y lejana a los tres meses permitidos.
El mercado laboral, mano a mano con la ley de Extranjería, es también hostil. No importa cuál haya sido tu formación y tu experiencia laboral en tu país de origen. Aquí, una mujer migrante y racializada es leída siempre de la misma manera: chacha, la chica que nos ayuda en casa, la que limpia, la chica para todo. Y aquí, siguen apareciendo más violencias, entre ellas “la sexual”.
Para ellas el hogar no es solo ese “espacio privado”. Este forma parte de su mundo laboral. En él están expuestas a vivir situaciones de violencia -en el caso de las internas, las 24 horas del día-, que se desprenden de comportamientos verbales, físicos y no verbales de carácter sexual. Violencia sexual. Y decimos “sexual”, y no de género o machista, porque el Código Penal español establece que para que haya violencia de género el delito se tiene que dar entre la pareja o la expareja. Cuando no existe esta relación, la violencia es categorizada como violencia sexual.
En función de su “gravedad”, para la justicia española están tipificados de una forma u otra: acoso, abuso o agresión – aunque no nos cansaremos de decir que solo SÍ es SÍ -. En la esfera del empleo del hogar, como en otras, muchos de los comportamientos siguen estando invisibilizados, hasta tolerados, e incluso terminan culpabilizando a la mujer a través de ese discurso del terror sustentado en: “es tu palabra contra la mía”, “cómo ibas vestida” o “seguro que le insinuaste algo que lo llevó a malpensar”, y un largo etcétera que hace crecer el historial de culpa y miedo y que conlleva la normalización de la cultura de la violación.
Para cualquier mujer, denunciar una situación de violencia sexual es complicado desde el primer momento: asumirlo, sentirte segura de querer tirar adelante un proceso judicial que demasiadas veces termina revictimizando, declaración tras declaración, en el que además tienes que defender tu credibilidad ante un juez a base de pruebas, algo que se vuelve todo un obstáculo en un sitio como el hogar, privado, y que muchas veces tiene como único testigo directo el empleador.
Además, en muchas ocasiones aparece el chantaje por la situación administrativa de muchas de ellas. La protección legal y la Ley de extranjería tienen mucho que ver: una mujer migrante en situación administrativa irregular que denuncie por violencia sexual no tiene la completa certeza de que no se le termine abriendo un expediente de expulsión. Solo hay seguridad de ello cuando se trata de violencia de género. De aquí la necesidad imprescindible y urgente de señalar no sólo al agresor, sino también al Estado, a sus responsabilidades y a un sistema judicial con un sesgo patriarcal que falla en su protección a las mujeres.
Llegadas aquí, nos gustaría dejar una cosa clara. Cada una de las protagonistas de nuestro podcast no es una víctima, es una superviviente. Mujeres con agencia que, a pesar de lo vivido, construyen colectivamente respuestas y ofensivas. Al feminismo le debemos más por las preguntas que por las respuestas, decíamos al principio. A ellas también. Gracias.
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