Ha pasado ya medio siglo desde que vi la luz por primera vez, en tierras africanas aunque corta fue mi estancia en ellas en este primer momento. En este tiempo transcurrido yo y el hombre que cada día se va deconstruyendo para intentar encontrar sentido a la vida -sin herir a nadie y desde el respeto a la libertad individual y a los Derechos Humanos- nos reencontramos a veces con nuestra infancia en algún rincón perdido y oscuro de la memoria.
Esa esquina lóbrega está plagada de angustia aunque hace años que de ella desterré al miedo.
Ahí residen los recuerdos de la parte de mi niñez más incipiente, un colegio en el que me gustaba aprender y escuchar más que hablar. Mi timidez e inseguridades prevalecían. Un patio de recreo donde raro era el día que un grupo de alumnos mayores no me insultaban, pegaban o vejaban. Normalmente las tres cosas a la vez. Mi delito era un cúmulo de inconfesables crímenes: llevarme un libro para leer en el recreo, no querer pegar una patada a una cría de gorrión indefensa desplomada sobre el suelo, no defenderme cuando se me tiraba el desayuno a la alcantarilla que perimetralmente recorría uno de los campos de deporte, no insultar o pegar a algún crío -aún más pequeño y asustado que yo- cuando a ellos les “venía en gana”,…
Era otra época y esto no parecía importar a nadie y yo no me atrevía a contarlo a mis padres. Sí se lo dije en una ocasión a uno de los profesores y fue peor pues ya entré además en la categoría de chivato y se cebaron más conmigo si cabe.
Por supuesto D. Pedro, el dómine, no hizo nada. Así transcurrieron mis días durante más de un año, por lo que cuando trasladaron a mi padre de ciudad por su condición de militar no me supuso ningún trauma.
Otra ciudad, otro cole, y por ser el nuevo, además de por mi ya citada personalidad tímida y retraída -a la que los continuos cambios de destino de mi padre no ayudaban a sacar de su pequeño mundo de silencios- más situaciones incómodas sin llegar a la saña con la que era tratado en el anterior centro docente.
La vida fue poniendo en mi camino amigos, amigas, compañeras de viaje, un hijo, perros, el amor, la pasión, el desamor y el compromiso. La obligación contraída no impuesta sino asumida y que nos hace crecer. El compromiso con esos amigos, amigas, compañeras de viaje, hijos e hijas, perros, gatos, alumnos y alumnas…y con la sociedad.
Por eso tomé el rumbo que tomé y me dirijo hacia donde me dirijo, unas veces apoyado por vientos amables y las más de ellas por intentos de irascibles huracanes, pero esa es otra historia.
El periodo que transcurre entre los siete y ocho años de mi existencia sigue conmigo indeleble, escuece y hiere como ayer pero mi respuesta es diferente. Mi concepción de mí mismo también.
Cuando alguien abusa de ti y eres niño no sabes gestionar las emociones defensivas que tu ser crea, te incapacita el miedo, te abruma la vergüenza, te duelen más los golpes en el alma –sin saber muy bien qué es eso- que en el cuerpo, no comprendes y sólo sufres. Estoy en todo momento refiriéndome a mis sensaciones, que están nítidamente presentes en mi día a día, desde hace varias décadas, y terroríficamente aparecen de forma sorpresiva en alguna pesadilla nocturna. No puedo hablar en nombre de todos aquellos infantes que han sufrido y sufren acoso, me expreso en mi propio nombre con las cicatrices del ayer presentes en mi alma y que a veces se vuelven a abrir y sangran.
Algún desalmado se podrá reír o ridiculizar esto que cuento, y otras personas restarán importancia a estas palabras depositándolas en el baúl del olvido con prontitud, pero si lo escrito llega a alguna persona que sabe de lo que estoy hablando, sólo quiero decirle que cuenta conmigo si me necesita y que lo verdaderamente valiente es denunciar las situaciones de acoso, que la auténtica fortaleza está en no callarse y en luchar porque esto no le ocurra a ningún ser humano y menos a chiquillos y chiquillas. Ningún niño o niña debe ser dañado por nadie, ni por otros infantes ¡ni mucho menos por adulto alguno!
Como decía Soul Etspes: “La crueldad define a quien la ejecuta y engrandece los valores de quien la sufre” o “La valentía es reconocerse en el miedo y aún así sobreponerse para luchar por todas, incluida tu misma” (Hablo en femenino por referirme a personas.
Personalmente aprendí a convivir con el miedo sin permitirle que me atenace, a sentir vergüenza sin sentirme ridículo, a recibir los golpes físicos y morales del destino sin bajar jamás la mirada del espíritu. Ya no dejo que nadie me dañe porque yo tampoco lo hago con nadie y si ofendo pido perdón haciendo propósito real de enmienda.
Convivir es tan sencillo y complejo, a la vez, como respetar la libertad de la gente sin causar daño alguno y respetarme a mí mismo de idéntica manera que debo hacerlo con los demás y eso está en las antípodas del egoísmo o el narcisismo, se encuentra justo al lado de la empatía y la solidaridad.