Europa se blinda contra la inmigración ignorando la deuda contraída durante décadas por millones de sus ciudadanos, que fueron acogidos en todo el orbe cuando huían de la miseria y la inestabilidad.
Los responsables del centro de acogida de refugiados de la ONG Accem, ubicado en un antiguo hotel de Astorga (León), decoran una pared con recortes de periódico que recordaban los años en que nosotros éramos ellos.
Imágenes de como la del paquebote Elvira (1949), atiborrado de inmigrantes procedentes de Canarias, que el medio de comunicación venezolano, Agencia Comercial de Venezuela, decía que se encontraban «en condiciones lamentables». «Famélicos, sucios y con las ropas hechas jirones. La bodega del barco, que solo medía 19 metros de eslora, parecía un vomitorio y despedía un hedor insoportable», añadía el texto.
Para Virginia, una de las responsables de la ONG que regentaba el centro, la presencia de los artículos periodísticos en las paredes del hotel de acogida tenía una clara intención: «Se trata de animarles, de recordarles que también nos pasó a nosotros y explicarles que esta es una etapa de su vida. Que no van a ir con la pegatina de refugiados toda su vida», me explicó cuando visité el edificio donde residían decenas de extranjeros, en la primavera del año pasado.
El mensaje que intentaba transmitir la ONG a las personas que vivían en el recinto hotelero —en su mayoría procedentes de América Latina— era un simple recordatorio de una lección histórica incontestable: las migraciones son un fenómeno recurrente y se han sucedido en todos los territorios del orbe porque se ven impulsadas por un instinto natural, una fuerza interna que no se rige por condiciones tan cambiantes como la nacionalidad, sino por impulsos mucho más arraigados como son los que generan la lucha por la supervivencia o el intento por mejorar la calidad de vida de quienes las acometen.
La preeminencia que tiene hoy en día la cuestión migratoria para los gobiernos de la Unión Europea y la política en boga, que pretende convertir el Viejo Continente en una suerte de fortaleza delimitada por muros y alambre de espino, es una bofetada a la propia historia de estos territorios que durante los últimos siglos «exportaron» a millones y millones de personas hacia todos los confines del orbe, esperando que en esos destinos se les acogiera con la misma solidaridad que hoy requieren quienes se dirigen hacia Europa.
Tras décadas en las que nuestros países se acomodaron en el estado del bienestar pensando que la miseria, la precariedad y la inestabilidad que había azuzado el exilio europeo era ya un simple recuerdo de la memoria, Europa redescubrió que estos procesos nunca desaparecen, solo se trasladan a un nuevo escenario.
En 1991, al mismo tiempo que los Balcanes se sumían en una sucesión de guerras devastadoras, la descomposición del régimen comunista que gobernaba Albania y que había mantenido un cierre casi hermético del país durante décadas, dio paso a una fuga masiva de sus ciudadanos.
Como los españoles, cuyo caso relataba la Agencia Comercial de Venezuela, Europa tuvo que lidiar con la afluencia de estas personas que llegaban a la frontera griega en penosas condiciones.
La noticia supuso todo un shock para Grecia, que solo había visto cruzar la frontera a siete albaneses en 1988 y a diecisiete en 1989.
El primer aviso de lo que pronto sería un auténtico éxodo se produjo en el verano del año precedente, en 1990, cuando varios miles de albaneses irrumpieron en las embajadas europeas instaladas en Tirana. La alemana recibió a más de tres mil. La reacción inicial de Europa fue la misma que habían adoptado las naciones del orbe que permitieron la llegada de los exiliados provenientes de la Europa occidental: aceptar su llegada bajo el que debería ser un principio básico de solidaridad. La mayoría recibió permisos de residencia y recaló en Alemania, y otros cientos en Italia, Francia, Polonia, Turquía y lo que era entonces Checoslovaquia.
La huida de los albaneses se acrecentó en los meses subsiguientes. Me encontré con los albaneses que llegaban a Grecia en los primeros meses de 1991, cuando viajé a Filiates, una pequeña aldea cercana a la linde fronteriza que asistía al paso diario de cientos de viajeros procedentes del país vecino. Llegaban con la ropa rota, algunos sin zapatos. Para muchos, la simpleza de aquel villorrio griego se asociaba con lujos como la presencia de carnicerías, un alimento que rara vez habían podido consumir en su tierra natal durante todos los años de carestía.
Los desplazamientos hacia Grecia se solaparon con los que comenzaban a embarcarse en navíos para huir hacia Italia, un fenómeno que alcanzó el clímax que marcó la travesía del Vlora, un paquebote que fue asaltado por más de 20.000 personas el 8 de agosto de 1991 y viajó hasta el puerto italiano de Bari. Las imágenes del buque abarrotado se convirtieron en noticia de primera plana y obligaron al país transalpino a definir su política de acogida.
Frente al espíritu solidario de Alemania, Italia —el mismo país que entre 1861 y 1976 asistió a la emigración de cerca de 26 millones de sus ciudadanos, que se esparcieron por todo el mundo— hizo lo contrario. El confinamiento en condiciones más que precarias de los recién llegados y la ulterior represión de los que viajaban en el Vlora fue tan polémica que suscitó las críticas de las organizaciones pro derechos humanos y hasta del Papa Juan Pablo II.
El conocido obispo Antonio Bello, un clérigo conocido por su defensa de las causas sociales, publicó un artículo en el que advertía a las autoridades de Roma de que los seres humanos —no pueden ser tratados como animales, abandonados sin ayuda en el hedor de las heces, sin la menor decencia, entre vómitos y sudor. Unas palabras que podrían referirse perfectamente a situaciones actuales como las que se vivieron en el infame campo de Moria, en Grecia.
Albania marcó el inicio de las migraciones hacia la Vieja Europa tras la caída del Muro de Berlín, aunque la propia España ya se había topado años antes con la tragedia que tienen que afrontar los que escapan de la penuria y la violencia. El 1 de noviembre de 1988 varios medios españoles publicaron la primera foto del cadáver de un inmigrante marroquí, cuya patera naufragó frente a las costas de Tarifa. Tenía solo 23 años y había pagado 35.000 pesetas de la época para intentar llegar a la nación europea. Apareció tendido sobre la arena, hinchado y con los brazos en cruz. En los días subsiguientes aparecieron más cadáveres hasta sumar once muertos y siete desaparecidos.
La Organización Internacional para las Migraciones afirmó el año pasado que el número de migrantes ha aumentado en las últimas cinco décadas. Así, el año pasado se contabilizaban cerca de 281 millones de personas viviendo en una nación distinta al de su país natal, una cifra superior en 128 millones a los guarismos que se barajaban en 1990 y que triplicaba con creces las de 1970.
Como me explicaba hace algunas fechas Juan Miralles, portavoz de la ONG Almería Acoge, la única aproximación al fenómeno perenne de las migraciones humanas es establecer un marco legal flexible que regularice ese flujo en lo posible.
“Si el Estado deja un vacío, ese hueco lo llenan las mafias y eso supone más víctimas, muertos y violación de los derechos de esas personas”, opinó.