A las puertas del aniversario del Estado de Alarma que nos introdujo de lleno en la pandemia por coronavirus, este 8 de marzo conmemoramos el Día de la Mujer, una fecha cargada de simbolismo y de reivindicaciones por la igualdad real, y que en esta ocasión se ve atravesada por el insólito contexto de la emergencia sanitaria en que nos encontramos.
El COVID-19 no solo ha vuelto nuestras vidas del revés, sino que ha sacado a la luz desigualdades enquistadas en nuestra sociedad que no resultaban tan evidentes. La pandemia ha demostrado la dependencia que como comunidad tenemos de las mujeres, tanto en los servicios esenciales (según el Instituto Nacional de Estadística, ya hay más mujeres médicas que hombres, y en profesiones como la psicología o la enfermería, la proporción supera el 80%), como en el ámbito del hogar (los cuidados no remunerados continúan recayendo mayoritariamente sobre las mujeres).
Entre las consecuencias de la pandemia, se han evidenciado las desigualdades estructurales de nuestra sociedad en todos los ámbitos: económico, sanitario, de protección social… Y las restricciones han supuesto una grave amenaza para los derechos de las mujeres, conquistados con gran esfuerzo pero que se han demostrado extraordinariamente frágiles.
Los hogares, en los que tuvimos que encerrarnos durante meses y en los que aún continuamos pasando muchas más horas de lo habitual, no son espacios seguros para las mujeres afectadas por la violencia de género. No se puede ignorar que, según la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer de 2019, en España cerca de 2.200.000 mujeres afirmaban haber sufrido algún tipo de violencia por parte de su pareja o expareja en el último año: hay miles de hogares en los que la consigna “quédate en casa” implica un mayor riesgo de sufrir violencia, tanto para las mujeres como para sus hijos e hijas.
Varios estudios científicos concluyen que las mujeres sufren un deterioro de su salud mental en el contexto de la pandemia, presentando un mayor estrés y más trastornos depresivos o de ansiedad, a consecuencia del entorno laboral y las cargas derivadas de los roles de género, como los cuidados, también los emocionales.
Las medidas restrictivas, los cierres de los centros educativos, de los centros de día y otros recursos asistenciales para el cuidado y la atención a niños, niñas, adolescentes y personas dependientes, ha recortado también los derechos de las mujeres, ya que es en ellas sobre quien más recaen los cuidados. Cuando desaparecen los servicios públicos, las mujeres son las grandes perdedoras que renuncian a su actividad profesional total o parcialmente (a través de reducciones de jornada, con trabajos más precarios y peor remunerados) para prestar los vitales cuidados a los hijos e hijas y a personas dependientes. Si antes de la pandemia, las mujeres asumían más del doble del trabajo de cuidados no remunerado, esta cifra es previsible que haya crecido en los últimos 12 meses. Esta labor esencial es un impulsor de desigualdad, al no ser asumida con una distribución equitativa, y está estrechamente relacionada con otras cuestiones como la brecha salarial, o la carga mental, con sus importantes repercusiones a nivel psicológico.
En la importante tarea que tenemos por delante de reconstrucción social y económica, desde el Consejo General de la Psicología consideramos imprescindible que las administraciones incorporen la perspectiva de género para corregir las graves repercusiones que el COVID-19 ha tenido sobre las mujeres. La violencia de género y el reparto equitativo y corresponsable de los cuidados; pero también propiciar la participación de las mujeres en este proceso puede ser una importante oportunidad para que esta terrible vivencia no suponga un retroceso en los derechos de las mujeres, sino todo lo contrario. Un camino hacia la igualdad real.