Hoy 21 de marzo se celebra el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial. Un objetivo que nos gustaría ampliar a cualquier forma de exclusión. Si algún sentido tiene una efeméride de este tipo es que nos ofrece la posibilidad de pararnos a pensar sobre su significado y su razón de ser.
Cuando hablamos de racismo y xenofobia, normalmente nos referimos a conductas de rechazo, agresión, intolerancia, pero también hablamos de discurso, de palabras, de estereotipos, de privilegios y falsedades al respecto de ciudadanos de otros orígenes, que con toda la mala intención se transmiten y propagan entre la población, infundiendo miedo y construyendo odio y rechazo. Y es que estos discursos y actitudes pasan de los dichos a los hechos: en 2020 hubo, en España, alrededor de 500 delitos de odio por racismo y xenofobia, que se traducen en amenazas, injurias, incitación al odio, hostilidad, discriminación, agresión o asesinato como lo que pasó el 16 de junio de 2021 al ciudadano marroquí Younes Bilal, costándole la vida en Mazarrón. Es la discriminación racial la que acumula mayor número de delitos de odio.
Pensamos en esas actitudes que defiende sin pudor la extrema derecha. Luchar contra esta lacra supone posicionarse en contra del discurso xenófobo de los discursos del odio, por su puesto, pero también luchar contra los prejuicios y tratar de ver siempre al ser humano que palpita debajo del color de la piel, de sus sensibilidades religiosas o de su forma de vestir. Lo que de verdad nos hace iguales a los seres humanos es nuestra dignidad personal.
Debemos enfrentarnos a este racismo de carácter personal, que afecta a determinados individuos, que es exacerbado, evidente por evidenciado y que, en definitiva, es el que termina por aflorar en forma de extrema violencia. Rechazarlo de plano, no permitir que se manifieste, dejar claro a estos individuos que no compartimos sus posicionamientos y que sus posturas nos resultan deleznables. El silencio, mirar para otro lado, sucumbir al miedo, nos hace cómplices y socaba nuestra propia integridad personal.
Pero además del personal, hay otros tipos de racismo que se manifiestan de distintas maneras y sobre los que tenemos que reflexionar en un día como hoy para poder superarlos. Hay un racismo institucional que tiene a las autoridades y responsables de distintas entidades como protagonistas, y hay un racismo social, latente, subyacente, que muchas veces no identificamos porque está tan interiorizado y tan generalizado que no somos capaces de percibirlo.
Empezaremos por el institucional. Su primera característica es que es negado, rechazado de plano, presentado como impensable, desautorizado… pero que, cuando se manifiesta, resulta más abominable que cualquier otro. Aguilar-Idañez y Buraschi (2021) lo definen como “el conjunto de políticas, prácticas y procedimientos que perjudican a grupos racializados, impidiendo que puedan alcanzar una posición de igualdad. Esta dimensión institucional del racismo se expresa de dos formas: sin actores (mediante normas, leyes, reglamentos, políticas públicas, mecanismos de asignación y acceso a recursos, etc.), y con actores (prácticas de representantes institucionales, discursos políticos, prácticas de empleados públicos encargados de aplicar las leyes e implementar políticas, etc.)”. Las miles de trabas burocráticas y los obstáculos y pirámides de requisitos y obligaciones que debe reunir un ciudadano inmigrante para conseguir regularizar su situación y poder vivir, crear y mantener a su familia con dignidad.
Un ejemplo será suficiente para evidenciarlo. Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, se vanagloriaba de la solidaridad europea en el tema de los refugiados ucranianos «para mí es un orgullo decir que la UE hoy ha mostrado su unidad, determinación y solidaridad. Esto es Europa en su mejor faceta». La misma presidenta hace tres años acudía a Grecia en apoyo de las autoridades de ese país a las que felicitaba por ser el escudo de Europa frente a la llegada de refugiados de las guerras del África subsahariana y Siria. Y lo hacía después de que grupos de ultraderecha griegos atacaran a migrantes que intentaban alcanzar Europa desde Turquía, además de la ONG y a refugiados en la isla de Lesbos. La policía griega permitió los ataques y, en algún caso, colaboró con ellos llegando a matar a un menor de un disparo. Ursula von der Leyen dijo entonces que necesitábamos garantizar el control efectivo de nuestras fronteras exteriores. La diferencia no está en que unas guerras sean más justas que otras, todas son execrables y masacran por igual a la población civil. El problema, al parecer, está en el color de la piel y en la adscripción religiosa de quien llama a las puertas de Europa.
A los solicitantes de refugio procedentes de Ucrania se les conceden permisos de residencia y trabajo en un plazo de 24 horas. Y eso está muy bien, es perfecto, lo que no resulta admisible es que, si eso es posible, a un solicitante de asilo de tez morena y religión musulmana se tarde tres años en dar respuesta a sus solicitudes y se le ponen mil trabas burocráticas. ¿Cuántos inmigrantes llevan décadas en España sin regularizar? ¿Por qué a los africanos y a otros se les exige tres años en España sin papeles, es decir, viviendo de forma irregular, trabajando como esclavos, para obtener el permiso de trabajo y residencia?
Manifestarnos en contra de estas actitudes, evidenciarlas, repudiarlas… debe ser nuestro compromiso antirracista.
Pero, como dijimos antes hay un racismo estructural, de carácter social, tan interiorizado y generalizado que no somos capaces de percibirlo pero que se manifiesta cada día cuando es un inmigrante el que solicita que se le alquile un piso. Es esa mirada de recelo que se nos escapa cuando el que se sienta a nuestro lado o nos aborda por la calle tiene características étnicas diferentes a las nuestras. Es verdad que esa desconfianza está ligada también a la pobreza, como lo es, que la falta de medios, a veces, suele ser un añadido a la condición de inmigrante recién llegado.
Sí, debemos felicitarnos por el apoyo que la sociedad española ofrece cada año entregando ropa y alimentos para los campamentos de refugiados, pero una posición antirracista exige no confundir la caridad con la justicia. Como sociedad, debemos vanagloriarnos por la disponibilidad manifestada en acoger a los refugiados ucranianos. Pero luchar contra el racismo exige generalizar esa postura ante cualquier tipo de solicitante de ayuda, sea solicitante de asilo, inmigrante en general o, sin más, una persona necesitada.
Ahora que la guerra nos toca de cerca debemos ser conscientes de que la paz se construye desde nuestras actitudes personales y como sociedad. La paz se construye desde la justicia social, la supresión de la desigualdad, construyendo redes de apoyo y solidaridad hacia los más desfavorecidos, que suelen ser los más discriminados, luchando contra el racismo y la xenofobia. Y eso implica conocer al otro, adentrarnos sin temor en su cultura, compartir sus sensibilidades, abrirnos a sus miedos y haciéndoles partícipes de los nuestros, renunciando a las imposiciones, mirando a los ojos del que tenemos delante sin ideas preconcebidas, tendiendo una mano desinteresada y comprensiva. Y ese fluir debe ser compartido, una exigencia para la cultura mayoritaria, pero también para la minoritaria. Para los naturales de la zona y para los recién llegados. Luchar contra el racismo es aceptar la necesidad de entendernos y aceptarnos, de compartir y dialogar, de no encapsularse en los propios criterios ni entender que los nuestros son mejores que los ajenos. Tenemos que luchar por conseguir una sociedad en la que, como en una ensalada, cada componente sea visible y aporte su sabor propio a un plato que hace de esas aportaciones su mejor valor y se entiende con sentido único.
Y con esta perspectiva es con la que nos gustaría que las instituciones diseñaran la política migratoria y de extranjería, extensiva a personas solicitantes de asilo, refugio, protección internacional, o en busca de una vida digna, con independencia de su procedencia, sus rasgos físicos, su idioma o religión. Vemos que sí es posible simplificar trámites y procedimientos administrativos para facilitar la acogida y evitar que millones de víctimas se vean arrasadas por la guerra, en este caso, en otros casos, los movimientos migratorios se suceden por violación de Derechos Humanos, a consecuencia del cambio climático o por la imposibilidad de dar cobertura en su país, a las necesidades más básicas. En cualquiera de estas situaciones se necesita una respuesta institucional y una respuesta como sociedad conteniendo los valores y principios que tan expresamente se han demostrado tener.