El amor no se esconde y menos aún se mendiga. No
parece necesario explicar esta frase. Tal vez sí dotarla de
contenido.
Para ello recurriré a los clásicos, pero antes una breve
reflexión. Cuando alguien se enamora no tiene por qué acudir al
Oráculo de Delfos, al de Amón o al Templo de Upsala. Basta con
escuchar a su corazón ¡Distinto es saber si se es correspondido!
Para ello demasiadas personas si acuden a sus “oráculos”
particulares. Y se engañan a la par que se dejan engañar.
El amor no se esconde y menos aún se mendiga.
No voy a hablar de Nuccio Ordine y su Clásicos para la vida
donde echo de menos mayor profusión de obras castellanas, si bien
aparece ¡cómo no podía ser menos El Quijote! Y a esta maravilla de
la literatura me voy a referir en primer lugar para arrojar luz sobre el
aforismo con el que encabezo este artículo.
Miguel de Cervantes Saavedra hace que Don Quijote, Alonso
Quijano, se enamore de Dulcinea, la idealiza hasta extremos
insospechados. Sin embargo, en ningún momento mendiga o
esconde su amor. Este sentimiento trasciende de lo meramente
terrenal para adentrarse en la universalidad del ser humano. El
hidalgo caballero a pesar de no ser correspondido nunca intentará
forzar la situación ni suplicar por su afecto. El amor es un
sentimiento sublime que se empequeñecería hasta desaparecer
si se mendigara.
Dice Don Quijote: “Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y
respiro en ella, y tengo vida y ser” reconoce su derrota pero en ella
va implícita la propia razón de su existencia.
En otro pasaje de esta singular aventura decide redactar una
carta para su amada donde se recoge el siguiente párrafo: “… ¡oh
bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa
quedo: si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te
viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu
crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte, El Caballero de la
Triste Figura”
El amor cuando es sincero, puro, no requiere de súplica
alguna, se otorga de corazón y sin cautelas.
Esto me recuerda la archiconocida escena de La princesa
prometida, dirigida por Rob Reiner, en la que el protagonista
Wesley, muere, y es llevado por sus amigos ante el milagroso Max
para que lo resucite. El mago no hará nada si no existe una
poderosa razón para ello. Mediante una técnica de hechicería
escucha el corazón del joven que indica que lo más importante por
lo que se merece vivir, y por lo que él sigue deseando que sea así,
es el “amor verdadero”. No existe una causa más noble.
El amor jamás debe ser posesión ni subordinación, y
menos aún mendigarse o esconderse.
Gustave Flaubert recogió la historia real de Veronique
Delphine Delamare para crear su Madame Bovary. En la novela
Emma Bovary persigue con desesperación encontrar el amor, y no
dudará en implorar por él a sus diversos amantes. El “amor
verdadero”, anteriormente citado, ni se mendiga ni se esconde
pues las consecuencias suelen ser catastróficas. Emma termina
suicidándose, como hizo Veronique, al comprender que la belleza
del amor reside en su pureza, ni se esconde ni se pide; brota
espontáneamente cuando el alma lo decide y refulge para que
todos seamos conscientes de ello. Si no ocurre esto es porque una
de las partes está más interesada en engañar “y pillar cacho” que
en comprometerse. En el libro reseñado aparece un personaje
deleznable el farmacéutico de Yonville, Homais, un burgués
vanidoso y arrogante, por supuesto superficial y egoísta que le
gusta escucharse a sí mismo y cuyos extensos discursos están
repletos de clichés y en cuyo establecimiento se encuentra el
arsénico con el que Emma se despedirá de este mundo.
Cuando preguntamos a la persona amada si nos quiere es el
comienzo del final, no hace falta respuesta pues la propia cuestión
planteada es absolutamente definitoria. Quien hace esto puede
tener muy claro que falta amor en esa relación y que quien pregunta
sabe perfectamente que la contestación es negativa, y que surge de
unas dudas sentimentales que se ven afianzadas con la simple
verbalización, o visualización mental, de lo preguntado.
El amor no se esconde y menos aún se mendiga.
No esconderse: cuando existe “amor verdadero” la
intensidad de este sentimiento, que debe ser recíproco, es tal que
es imposible ocultarlo o reprimirlo. Si esto sucediese por alguna de
las dos partes resulta evidente que ahí no existe amor sino
intencionalidad y manipulación. El amor es valiente e impetuoso,
sin temor a ningún tipo de juicio o a sus consecuencias y siempre
se expresa con absoluta naturalidad y extroversión. La señal de
alarma saltará cuando se deba esconder o encubrir el amor,
inequívocamente eso significará que algo no va, o está, bien y que
la autenticidad del sentimiento es proporcional al valor real de un
billete de treinta y siete euros y medio.
No mendigar: el “amor verdadero” fluye con libertad por cada
uno de los poros de nuestro ser, no se pide o suplica, es genuino. El
hecho de solicitar o, peor incluso, mendigar amor implica que no
existe una relación bilateral equitativa y una de las personas tiene
unas carencias emocionales derivadas de la actuación del otro, o la
otra, que estará pensando exclusivamente en él, o en ella. Este
sentimiento no puede ser exigido o implorado, se ofrece con
generosidad de forma mutua y voluntaria.
Para finalizar referirme a Soul Etspes: “El amor está en las
antípodas de la dependencia implicando siempre la construcción de
un universo de libertad sin sacrificios ni sacrificados”.
El amor no se esconde y menos aún se mendiga.
Ramón Rodríguez Casaubón