Hemos visto y oído tantas y tantas cosas durante los últimos meses que uno no sabe a qué atenerse. Quizás las cifras de muertos y contagiados sean datos bastante contundentes para forjar nuestra propia opinión sobre lo que estamos viviendo.
Sin embargo, ¿podemos afirmar que el número de contagiados es el que nos dicen desde los organismos oficiales? ¿Es cierta la cifra de fallecidos por la pandemia? La respuesta es no, esos datos no son fiables. Las razones son varias, empezando por no saber la cifra real de contagiados. No se hacen pruebas masivas a toda la población, no se tienen criterios fijos a la hora de contabilizar fallecimientos y se realizan comunicaciones y conteos sesgados según los países y los territorios. Sólo disponemos de datos aproximados, estimaciones y mucha, mucha incertidumbre.
Seguramente ustedes recordarán una película basada en la novela homónima de M.M. Brooks en la que un virus afecta a la humanidad y el único país que es capaz de librarse del contagio es Corea del Norte. Y no lo consigue porque su sistema sanitario sea milagroso, sino porque es el único país que es capaz de imponer unas medidas terriblemente drásticas de una manera tan expeditiva y obligatoria que absolutamente toda la población las sigue sin rechistar bajo pena de muerte, tal es el encanto de una dictadura.
Nosotros, como buenos demócratas, hemos optado por apelar a la responsabilidad colectiva de la población, en dar una serie de recomendaciones que esperamos que todos cumplan. Pero apelar a la responsabilidad colectiva tiene el grave problema de que no toda la población cumple las recomendaciones, por lo que cuando los datos sanitarios llegan a ese límite flexible que cada gobierno considera oportuno, se establecen medidas obligatorias y restrictivas, pero ya es demasiado tarde.
Esta pandemia ha pillado con el paso cambiado a todo el planeta. A pesar de existir una organización como la OMS que representa la voz de los expertos sanitarios, sus recomendaciones y valoraciones han ido variando conforme la expansión del virus ha evolucionado. Es decir, el primer paso de una respuesta al virus, que es la opinión de los expertos, no ha sido clara desde el principio, desde la tasa de mortalidad, los medios de transmisión, los síntomas o las secuelas de la enfermedad hasta lo más peliagudo, las recomendaciones sobre cómo actuar.
A esta incertidumbre sanitaria hay que añadir la incertidumbre política. Los países no estábamos preparados para este escenario y no hemos sabido cómo reaccionar de manera coordinada. Cada país ha optado por un criterio de actuación diferente y así seguimos haciéndolo. Cada uno ha establecido sus propios límites a partir de los cuales tomar medidas. Y esas medidas difieren drásticamente dependiendo no sólo del país, sino de la región o incluso de la autonomía o de la ciudad. Se han utilizado criterios políticos, económicos, sociales, sanitarios, ideológicos e incluso religiosos. Como ejemplo, rezar era una de las recomendaciones que se llegaron a hacer por parte de algunos dirigentes políticos para combatir la enfermedad.
Pero lo más peligroso que a mi juicio se ha producido en esta diversidad de criterios de actuación, es que se ha convertido en un campo de batalla política y en arma arrojadiza. No sólo no se sabe cómo actuar, sino que no se tiene voluntad de llegar a una unidad de actuación porque, como siempre, no es rentable políticamente. La palabra “consenso” no existe en nuestro país, es tabú, bajo pena de que quien la intente conseguir puede ser tachado de antipatriota y de un peligro para nuestros valores democráticos, lo cual es gravísimo.
Toda esta incertidumbre e inestabilidad tanto de las autoridades sanitarias como de las medidas políticas ha provocado que, a nivel particular, cada uno haya desarrollado una opinión sobre lo que se debería hacer. Hoy todo el mundo tiene un convencimiento, una opinión, una crítica o incluso una receta sobre qué es lo mejor para él, digan lo que digan las autoridades.
Los padres y madres opinan sobre si llevar a sus hijos al colegio porque ellos saben si las medidas son seguras, los hosteleros se sienten injustamente tratados, los jóvenes se sienten víctimas porque simplemente quieren divertirse y vivir… Todo, absolutamente todo es objeto de discusión o debate. Cualquier medida, recomendación o restricción de las autoridades es tomada a la ligera cada vez por más ciudadanos. El confinamiento que en marzo se veía de forma abrumadora como algo indiscutible e imprescindible, hoy ya no lo es tanto. Incluso el movimiento negacionista ha tomado un protagonismo preocupante conforme han pasado los meses. Y cuando la población empieza a desconfiar de la validez de las medidas que se adoptan, e incluso del criterio de los expertos sanitarios es cuando todo empieza a desmoronarse.
La primera noticia que vemos cada día al empezar un informativo es siempre lo mismo: fiestas incontroladas, botellones, aglomeraciones en la calle, locales con aforo sobrepasado, gente sin mascarilla, altercados por obligar a seguir las normas, fumadores quejándose, desplazamientos a segundas residencia para disfrutar de puentes y fines de semana o cientos de personas sin mascarillas. Paradójicamente, también es frecuente escuchar a personas indignadas diciendo que todo eso es anecdótico, que los que incumplen son una minoría pero que la mayoría sí se sacrifica, y que nos estamos fastidiando por unos pocos.
Lo que esa mayoría no entiende es que todos esos argumentos, aunque ciertos, no sirven de nada. Si algo estamos aprendiendo y sabemos con bastante seguridad es que cualquier medida que se adopte es completamente inútil si no la cumple toda la población.
De nada sirve que mil personas lleven bien una mascarilla si cincuenta personas no la llevan bien puesta. De nada sirve que mil personas mantengan la distancia de seguridad si ochenta no la mantienen. De nada sirve que mil fumadores decidan no fumar en las terrazas si veinte sí fuman sin importarles las recomendaciones de las autoridades. Porque esas cincuenta, esas ochenta o esas veinte personas echan por tierra el esfuerzo, el cumplimiento y el sacrificio de las otras mil, y el contagio se produce de igual manera. O se cumple por parte de todos, o el contagio no se puede contener.
Mientras no haya vacuna, estamos abocados a perder la partida, porque apelar al sentido de la responsabilidad de toda la población es inútil. El talante de este virus es totalitario, es dictatorial. El virus no tiene en cuenta lo que hace la mayoría, no entiende de valores democráticos, sólo responde y se frena si nos protegemos todos. Sin embargo la libertad individual es demasiado golosa como para renunciar a ella voluntariamente. Quizás esa revelación es la que tuvo Brooks en su novela respecto a Corea del Norte.