El reciente Auto que ha negado la libertad a Juana Rivas, y que se suma una larga lista de decisiones cuestionables en un proceso que podríamos estudiar en las Facultades de Derecho como referente de lo que no se debe hacer, nos demuestra cómo la Justicia sigue tratando con frecuencia a las mujeres como “menores de edad” y cómo es uno de esos espacios en los que, como bien explicaba hace unos días Miguel Lorente, se activan mecanismos reactivos cuando una de ellas se atreve a desafiar la lógica patriarcal.
En este sentido, deberíamos recordar que en las dos ocasiones que el Comité CEDAW ha condenado al Estado español, las Decisiones insistieron en la falta de formación de nuestros operadores jurídicos en perspectiva de género y en las consecuencias que ello tenía en la efectividad del derecho de las mujeres a acceder a la justicia.
Es evidente que a estas alturas, y a pesar de los mandatos internacionales que son Derecho interno una vez ratificados por España (art. 96 CE) y herramienta interpretativa en materia de derechos fundamentales (art. 10.2 CE), un número significativo de jueces y juezas hacen oídos sordos a la obligación de aplicar el mainstreaming de género en su labor de juzgar y ejecutar lo juzgado, o lo que es lo mismo, continúan ignorando la perspectiva de género. Esa que muchos consideran una opción ideológica y no un mandato que deriva del Derecho internacional de los Derechos humanos y de nuestro propio ordenamiento jurídico. Basta con recordar un par de artículos de la LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, que parecen no haber entrado en ese temario que los opositores a judicatura deben repetir de memoria: el artículo 4, que deja clarísimo que “la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres es un principio informador del ordenamiento jurídico y, como tal, se integrará y observará en la interpretación y aplicación de las normas jurídicas”; y el artículo 15, que insiste en que “el principio de igualdad de trato y oportunidades entre mujeres y hombres informará, con carácter transversal, la actuación de todos los Poderes Públicos”.
Estas obligaciones, que deberían nutrirse con una hoy por hoy inexistente, o en el mejor de los casos deficitaria, en el Grado de Derecho, solo pueden ser cumplidas satisfactoriamente si, a través de la perspectiva de género, se desvelan y remedian los sesgos patriarcales y androcéntricos que siguen reproduciéndose en las subjetividades, en las relaciones personales e incluso en buena parte de los paradigmas y métodos de una Cultura Jurídica heredera del “pater familias” y de la misoginia del XIX.
Solo el eficaz uso de dicho instrumento permite garantizar la independencia de quien juzga, y por tanto su estricta sujeción a la ley, sino también su imparcialidad. Porque difícilmente un juez o una jueza podrá resolver de manera imparcial un conflicto si toma sus decisiones con la mirada sesgada que irremediablemente supone no contextualizar a los sujetos en el marco de las relaciones de poder que implica el género. Esto no supone que quien juzga no tenga ideología –en cuanto sujetos, solo pueden ser subjetivos-, sino que quien tiene atribuida la función jurisdiccional no dicte sentencia de acuerdo con sus convicciones o cosmovisiones personales, e incluso muchos casos que lo haga a pesar de ellas.
En este sentido, a estas alturas no debería ser necesario aclarar que la perspectiva de género no es una herramienta ideológica ni la igualdad de mujeres y hombres un objetivo partidista. Es evidente que nos queda aún pendiente el reto de asumir la igualdad como el fundamento mismo de la cultura democrática y, por tanto, el vector irremediable que atraviesa el poder y la ciudadanía. Un horizonte ante el que no caben las medias tintas y ante el que no debería ser posible ponerse de perfil, como parece que hacen muchos de quienes nos representan.
Un debate distinto, aunque íntimamente conectado al anterior, es si quienes tienen atribuida una función tan esencial como la garantía de nuestros derechos y libertades deben seguir siendo elegidos en función de unos procedimientos que difícilmente acreditan su compromiso efectivo con los valores constitucionales, su formación y sensibilización en materia de derechos humanos, y mucho menos sus capacidades para ser fieles cumplidores del mandato que el art. 9.2 de la Constitución establece para todos los poderes públicos. Es decir, hacer que la libertad y la igualdad sean efectivas y, en consecuencia, remover los obstáculos que lo impiden y, en el caso de las mujeres, derivan de una discriminación estructural urdida durante siglos por la suma de un sistema de poder –el patriarcado– y de una cultura –el machismo-.
Mientras que no seamos capaces de enfrentarnos a los enormes déficits que en materia de formación y sensibilización sigue teniendo una Judicatura tan dada a reproducir pactos que el feminismo coloca bajo sospecha, y mientras que no seamos conscientes de que el Judicial es un poder del Estado y que como tal poder debería estar sujeto a límites sustanciales, la igualdad en este país seguirá pisando la cuerda floja de una Administración de Justicia que con demasiada frecuencia revictimiza y genera violencia institucional.
Todo ello, recordemos, mientras que los partidos luchan por hacerse por el control de su cúpula, lo cual demuestra que son muy conscientes del enorme poder que se mueve entre togas y puñetas. Uno de esos ámbitos en los que pareciera que hay varias transiciones pendientes y en la que con tanta frecuencia se deja en evidencia que la desigualdad de mujeres y hombres no es tanto una cuestión de reconocimiento de derechos sino de estatus. Ese que a ellas las devalúa y que jueces como Manuel Piñar confirman con decisiones que no solo lesionan su derecho a la tutela judicial sino también, y de manera principal, su dignidad como sujetos equivalentes a nosotros.