La falta de relevo generacional en las volaeras, la dedicación a una profesión artesanal sin horarios y unas reivindicaciones que parecen estar fuera de la agenda política del Gobierno, son algunas de las preocupaciones de este sector que lucha cada día por conservar un comercio tradicional en Ceuta que está en peligro de extinción. «Aquí te estás comiendo un lomo de bonito y te haces cuenta de que te estás comiendo un pedazo de jamón de bellota de la mar», confiesa Rafael, uno de los maestros salazoneros
Cuando entra el mes de mayo, la explanada del Chorrillo se convierte en un escenario icónico dedicado a elaboración de un producto artesanal con miles de años de historia a sus espaldas: el salazón. Los maestros salazoneros de nuestra época mantienen un oficio que ha pasado por los fenicios y los romanos. Las volaeras, nombre con el que se denomina a las casetas y puestos en los que cuelgan el género tras salarlo, son una tradición con especial protagonismo en nuestra ciudad, gracias a un clima inigualable, que vive -y malvive- sorteando las trabas propias de la sociedad de hoy en día. La falta de relevo generacional y la dedicación a una profesión artesanal sin horarios hace que quienes bregan hoy en día con los salazones no puedan desprenderse de su oficio.
Es el caso de José, uno de los maestros salazoneros de la explanada del Chorrillo, que acude cada mañana a su puesto para echar una mano a su hijo, un joven de 27 años que intenta continuar con la profesión de su padre aprovechando la oportunidad de negocio familiar y conociendo en primera persona la dureza de este trabajo.
Por su parte, Rafael, otro maestro salazonero, confiesa que no abandonará su negocio hasta el día en que se muera. Y no por vocación, que la tiene y de sobra, sino por necesidad. Sabe de buena mano que con el paso del tiempo este oficio arrastra más pérdidas que beneficios. El dueño del puesto del ‘Camarón’ denuncia que cada vez son más las trabas administrativas a las que se enfrenta este sector y denuncia que el Gobierno no deja de incrementarle las tasas que tienen que abonar para poder comenzar con la temporada. «Antes no pagábamos nada por el terreno y ya vamos por 400 euros, y nosotros tenemos nada más que 2.000 euros de gastos en levantar esto», confiesa el maestro salazonero, que dice que antes pagaban una fianza por la caseta y que esta era devuelta al finalizar la temporada. Afea al Gobierno que le hayan retrasado hasta junio el inicio de la temporada cuando siempre se había hecho en mayo. «Nos hemos tirado dos meses esperando y hemos perdido un dineral por un pedazo de cemento», se queja del tiempo que han tardado en instalar las arquetas para limpiar el pescado. Del mismo modo, Rafael siente que no va a llegar el momento de ver construido el Mercado de Salazones prometido por la Ciudad.
Un pescado que viene de Marruecos, pero no como siempre, sino que va de Tánger a la Península y de la Península hasta Ceuta. Una vez en la lonja, los maestros salazoneros compran su género para prepararlo en sus casetas, que varían entre volaores, salazones, . «A las 6 de la mañana tiene que estar en la lonja, después de comprarlo se arregla, limpiándolo, salándolo durante tres horas, y darle su tiempo al sol para secarse«, argumenta Rafael, que se queja de lo caro que está el producto. Para él, lo peor es estar pendiente del pescado cuando está colgado para que no aparezcan las moscas. ¿El ingrediente estrella? La sal. Ha viajado mucho por toda la Península y no duda en afirmar que como el clima de Ceuta no hay otro: «aquí te estás comiendo un lomo de bonito y te haces cuenta de que te estás comiendo un pedazo de jamón de bellota de la mar».
Actualmente hay siete volaeras en la explanada del Chorrillo: la Pesquera, el Camarón, los Rafaeles, Salvador, Paquito, José Mari y Marcos. «Esto es muy sacrificado, estás aquí desde las 6 de la mañana hasta las 10 de la noche y no te puedes meter para dentro porque el pescado tiene que estar en la calle«, subraya José, que asume que es un oficio que la juventud no quiere, y aunque reconoce que a su hijo le gusta, admite que el día de mañana «esto se perderá».
Las volaeras, una tradición de generación en generación de la que da fe Celestino, otro maestro salazonero de 80 años de edad que ya está jubilado y que visita a diario a sus ex compañeros para no alejarse de golpe de lo que ha sido su vida. Comenzó su andadura con 15 años y ha pasado 65 comprando, arreglando, salando y secando pescado. Respetado y querido, lo consideran como el maestro que ha enseñado el oficio a quienes hoy siguen defendiéndolo.
Otras de sus preocupaciones es la economía sumergida. Mientras que ellos tienen que disponer de una cantidad de dinero para mantener la temporada con gastos también de agua y luz, que se suman a los anteriores mencionados, se quejan que haya gente sin licencia que se dedique al salazón desde sus hogares, vendiendo el producto más barato y llevándolo de casa en casa. Rafael cuenta que se topa con muchas personas de este tipo en la lonja. «Está muy bien comprar dos cajas de bonito, ponerte en tu balcón a secarlo y después, si vale cuatro euros, venderlo a tres y medio y llevarlo a las casas a la gente», reprocha el afectado, que invita a estas personas a poner un puesto en el mercado y que lo vendan como hacen todos sus compañeros.
Un sector con infinitos productos de las especies con las que trabaja pero con un oficio en peligro de extinción, que hacen un llamamiento al Gobierno de la Ciudad y a la Delegación del Gobierno para que no permitan que esta profesión, que echa adelante un manjar con denominación de origen caballa, se pudra.