El estallido del crack del 29, originado en Estados Unidos, provocó una crisis económica sin precedentes que llevó al mundo occidental al colapso. Esta crisis se extendió rápidamente a Europa, recién salida de la Gran Guerra, y a Sudamérica. Muchos inversores lo perdieron todo y los trabajadores, ya de por sí empobrecidos, sufrieron falta de trabajo y hambre.
Desde Estados Unidos afrontaron el problema con medidas intervencionistas. El Gobierno americano destinó millones de dólares a contratar desempleados para construir obra pública por todo el país y a subvencionar productos agrícolas.
El viejo continente, aún convaleciente por el primer conflicto bélico mundial, se demostró incapaz de atajar la gran crisis desde el primer momento. La situación se tornó desesperante para las clases más humildes de la sociedad y para las más pudientes, que vieron menguar su patrimonio y veían peligrar su forma de vida ante el discurso galopante del socialismo y el comunismo que vivía entonces su apogeo.
En este contexto, muy a grosso modo, es donde nace, crece y se desarrolla el fascismo. Empieza en Italia, donde Benito Mussolini, socialista en su juventud, encabeza un movimiento basado en un Estado fuerte y autoritario, un nacionalismo excluyente y la exaltación de la fe. A partir aquí movimientos parecidos nacieron en diferentes estados europeos, cada uno adaptado a sus circunstancias y a los intereses predominantes del momento. Triunfaron en lugares como Alemania y España y fracasaron en países con mayor tradición democrática como el Reino Unido.
Esto es historia, tiempos pasados y desgraciados que hemos leído y estudiado desde la distancia y el convencimiento de que nunca se volverán a repetir. Y desde luego que hemos evolucionado como sociedad. Ya nadie se imagine a un político llamando a la exterminación de un pueblo, al menos en el mundo occidental. Porque el fascismo también ha evolucionado y se ha hecho más sutil.
Volviendo al presente, en los últimos años el mundo ha sufrido una importante crisis económica que ha acrecentado la desigualdad. En España el paro llegó a límites insoportables y la situación de muchas personas se tornó desesperada. Poco a poco, discursos populistas han penetrado en la sociedad en diferentes lugares del planeta, y existen partidos de ultraderecha sólidos en Holanda o en Francia. En Estados Unidos triunfó Donald Trump, y el antieuropeísmo logró en el Reino Unido que el Brexit dejara de ser una quimera. La decepción ciudadana con las fuerzas políticas tradicionales allanan el camino a este tipo de proyectos.
El pasado domigo Brasil, primera economía de América del Sur, eligió como nuevo presidente al ultraderechista homófobo, racista y machista Bolsonaro. Su discurso ha triunfado en una sociedad harta de inseguridad y corrupción.
Hace unos días leí una frase del presidente del Bundestg alemán que me pareció muy acertada: “La mayor amenaza de la democracia es darla por hecho”. Me parece una afirmación brillantísima y clarificadora de la situación que vivimos. Aquí mismo en España se empiezan a escuchar, por primera vez en mucho tiempo, discursos contrarios a los valores democráticos por los que tanto se luchó. Incluso el PP ha endurecido su postura ante el miedo a perder a sus votantes más reaccionarios.
No podemos olvidar que la democracia está siempre bajo presión y que cada cierto tiempo retornan los peores fantasmas del pasado. Los valores constitucionales de España y las virtudes fundacionales de la Unión Europea deben ser defendidos y ensalzados en contraposición a los discursos más retrógrados y populistas. Aún estamos a tiempo.