Sorprende que el proceso penal sea el único de los cuatro órdenes jurisdiccionales (junto con el civil, contencioso-administrativo y social) que no cuente hasta la fecha, a pesar de los varios intentos con gobiernos de distinto signo, con una ley procesal elaborada en plena etapa democrática a partir de la “cultura jurídica de la libertad” instaurada por la Constitución de 1978.
Básicamente seguimos con una Ley de Enjuiciamiento Criminal aprobada en el siglo XIX. Sus numerosas reformas han dado como resultado un sistema procesal parcheado y con graves incoherencias internas. Tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Supremo han tenido que hacer un esfuerzo interpretativo para salvar esas contradicciones. Inevitablemente, y a pesar de los cambios introducidos en estas décadas, en esta Ley se mantienen residuos del viejo esquema gubernativo de represión criminal, en el que se confunde, bajo la misma autoridad, investigación y enjuiciamiento así como algunas otras manifestaciones del procedimiento penal “inquisitivo”. Frente al “acusatorio” que persigue un equilibrio entre el deber del Estado de investigar el delito con la tutela de los derechos fundamentales y la figura del juez como tercero ajeno a los intereses en conflicto, los elementos autoritarios prevalecen en el sistema “inquisitivo” cuyo fin primordial de jueces y fiscales es la búsqueda de la verdad y el castigo del culpable.
Siempre que se ha planteado la eventualidad de llevar a cabo una reforma en profundidad del proceso penal correlativamente se ha producido un intenso debate público sobre la fase de investigación y, más específicamente, sobre el reparto de papeles entre jueces y fiscales. En los diversos intentos de elaborar una nueva ley procesal penal, la principal novedad radica siempre en el papel protagonista del Ministerio Fiscal como director de la fase de investigación, quedando confiada la protección de los derechos y libertades a un juez de garantías.
Es un hecho indiscutible que en nuestro actual proceso penal los poderes del juez de instrucción en la fase investigadora exceden con mucho de los cometidos propios de un juez que, a la luz de la Constitución de 1978, se limitan en exclusiva a juzgar y hacer ejecutar lo juzgado y a “aquellas otras funciones que expresamente atribuya la ley en garantía de cualquier derecho”.
En el modelo actual, el juez de instrucción tiene facultades sobre la apertura de la instrucción, formulando imputaciones, ordenando de oficio diligencias de investigación que considere necesarias y, a la vista de los resultados obtenidos, decidir sobre la finalización de la instrucción, señalando incluso los contornos fácticos dentro de los que se habrá de desarrollar el juicio oral. Lo anterior puede entrar en colisión con la función de garante que tiene asignada el juez de instrucción de los derechos del investigado. Y así, se da la paradoja de que el mismo juez comprometido con el éxito de la investigación debe desempeñar al propio tiempo un papel que únicamente puede hacer un órgano independiente e imparcial: garantizar que las injerencias en los derechos del investigado, principal interesado en que esa labor de descubrimiento de los hechos no culmine de manera exitosa, se realicen siempre y cuando resulten estrictamente necesarias y sean respetuosas con las exigencias constitucionales.
Esta suerte de esquizofrenia del rol judicial en esta fase del procedimiento penal no permite reconocer la figura y el papel genuino y exclusivo del modelo de juez diseñado por nuestra Constitución de 1978.
Ahora bien, si como sostenemos el juez de instrucción no es apto para hacerse cargo de la instrucción, la alternativa es atribuir la investigación de los delitos al Ministerio Fiscal, tal y como acontece actualmente en el proceso penal del menor. Sin embargo, eso no debe significar sin más que deba ser sustituido el actual juez de instrucción por un fiscal instructor, pues no se trata de reproducir los esquemas procesales vigentes, cambiando a uno por el otro, sino de superar el modelo que históricamente ha regido en la Europa continental durante más de un siglo. Por no hablar de los problemas políticos en relación a la dependencia del Ministerio Fiscal, que solo en los casos en que goza de un estatus de magistrado –como acontece actualmente en Italia– le permite una autonomía con posibilidades efectivas de control del poder político.
Es por ello condición imprescindible para la atribución de la instrucción al Ministerio Fiscal la potenciación de los principios de legalidad e imparcialidad, dotación de los medios personales y materiales necesarios así como configurar un nuevo estatuto orgánico, con fijación –entre otros extremos- de la duración del mandato del Fiscal General del Estado, el control parlamentario y la determinación precisa de las causas de su cese.
Como solemnemente ha proclamado la asociación de “Magistrados Europeos por la Democracia y las libertades” (MEDEL) en su Declaración de principios sobre el Ministerio Público, “El Ministerio Fiscal es un órgano judicial y, en consecuencia, autónomo respecto al ejecutivo, puesto que la autonomía del Ministerio Fiscal es un instrumento indispensable para garantizar la independencia del poder judicial y la igualdad ante la ley”.