Con el diagnóstico nos vestimos con una capa de razón médica que nos abriga, pero bajo la que estamos desnudas y solas, rascándonos las heridas abiertas de las autolesiones hasta hacernos sangre
La primera vez que fui a una consulta de psiquiatría no sabía qué me estaba pasando desde hacía dos meses y medio y necesitaba, sobre todas las cosas, que me dieran respuestas. Me preguntaba por qué el sufrimiento se había vuelto tan innombrable e intransitable (ambos son, en realidad, sinónimos), si era posible empeorar todavía más y si había esperanza conmigo o solo la muerte me servía de salida. Esas respuestas no las encontraba ni en mi entorno ni en la literatura ni el discurso de otras como yo a las que todavía no conocía. Me habían enseñado que para entender algo que no se entiende por las buenas debía ir a un profesional. Ellos tienen el manual, la experiencia y… las drogas.
La psiquiatra que me atendió por primera vez me hizo preguntas durante unos diez minutos y, a continuación, me recetó varios psicofármacos. Pero ¿qué tengo, doctora? Qué tengo, qué es, cómo se llama, dime su nombre. Podría ser esto o ser aquello. El nombre no importa, pero yo me inclinaría más hacia esto.
El esto o el aquello sí importaba; de hecho, eran mi salvavidas, así lo sentía: a partir de ahí podía observarme y analizarme, es decir, podía construir(me) y comprender. Los diagnósticos psiquiátricos nos ayudan a movernos en unas coordenadas donde poder existir. La contrapartida es que empezamos a existir en el único lugar donde se nos permite: aquel en donde el Gran Otro (la racionalidad, la biopolítica, el eurocentrismo, la sociedad industrializada, la heteronorma y lo blanco, lo bello, lo bueno) nos ha colocado.
Con el diagnóstico nos vestimos con una capa de razón médica que nos abriga, pero bajo la que estamos desnudas y solas, rascándonos las heridas abiertas de las autolesiones hasta hacernos sangre.
No solo las locas de siempre (las de remate) vivimos bajo el yugo de la psiquiatría. La cultura de la salud mental, un concepto que desarrolla Javier Erro en su libro Pájaros en la cabeza (Virus editorial, 2021), es a quien ya todes debéis rendir cuentas. El lenguaje con el que aceptamos o rechazamos a los demás, con el que hablamos de nosotres mismes, el filtro por el que pasamos los comportamientos o las emociones… todo está hoy en día psicologizado y psiquiatrizado.
Esas proclamas que hemos aprendido obedientemente son con las que contestamos a una amiga que nos cuenta una ruptura (“te tienes que querer a ti misma, tía, si no, nadie te va a querer”); son por las que hablamos de “toxicidad” en las relaciones humanas, en lugar de abordar su complejidad desde otros parámetros o de llamar simplemente a las cosas por su nombre, por ejemplo, cuando se trata de maltrato.
Que los términos médicos se hayan colado en nuestras conversaciones e imaginarios para que todo sea un síntoma de algo; que los términos empresariales sean los que usamos para hablar de emociones, cuando las gestionamos bien o cuando debemos trabajar más o menos en ellas; que lo psicológico sancione lo que está bien y lo que está mal: hay que ser resiliente, autosuperarse, ser “uno mismo”; en fin, que este sea el mundo en el que vivimos hoy no solo es peligroso para las locas de siempre, sino que lo es también para vosotras, las que tratáis de sobrevivir como podéis, en el mundo civilizado de la familia y el trabajo asalariado, con la pastilla para dormir y el antidepresivo para no morir.
Nada le gusta más al neoliberalismo que las casillitas decretadas como verdades por la sagrada medicina. Como nos recuerda Erro, si “los pensamientos pueden controlarse en terapia, surge el deber de controlarlos” y, de este modo, amigas, siempre somos más útiles al sistema: a través del deber y a través del castigo. La proclama es “si puedes, debes” y, “si no lo haces, no te quejes”.
Existe ya todo un dispositivo social, completamente aceptado, para clasificar las emociones y comportamientos como buenos o malos, como sanos o enfermizos. Y eso, en esencia, es la psiquiatría. Estamos convirtiendo el mundo en una gran consulta psicológica, donde solo una misma es responsable de unos sentimientos que, paradójicamente, son evaluados (aprobados o censurados) desde lo colectivo. Como decía Eudald Espluga, ese es el “carácter patologizante del imperativo de ser uno mismo” en el contexto capitalista.
Cuando, año y pico después de aquella primera consulta en psiquiatría, me dieron mi diagnóstico definitivo, este vino acompañado de tres palabras: enferma, grave, crónica. El diagnóstico me dio una identidad, pero una con muchas limitaciones y varias amenazas, una que debe ser controlada y medicada. Recorrer el camino contrario, el reverso de ese diagnóstico, es lo más duro que he tenido que hacer nunca en toda mi vida.
Ahora todes tenemos que ir a terapia. Esa es la marca de prestigio de nuestro mundo. Todes necesitamos una corrección o una sanción sobre nuestros modos de sentir desde unos marcos epistemológicos realmente limitantes. Unos marcos de sentido que nos encierran en categorías muy pequeñas, muy poco porosas, crónicas y enfermas.
Y es que parece (me vais a permitir el tono de reprimenda) que, encima, os encanta terapeutizar el lenguaje y patologizarlo todo. No sabéis (aún) que es una trampa pegajosa donde vosotros mismos podéis caer, porque es el mecanismo de separación de los sujetos: los que están dentro y los que deben quedar fuera. Nadie podría superar un examen tan riguroso.
Una vez que te dejan fuera, realmente fuera, no con un diagnóstico leve que permita seguir produciendo, os advierto que ya no hay vuelta atrás. Si aceptamos como válidas estas reglas del juego con el lenguaje del sistema psi, solo habrá una historia que contar: la que cuenten ellos, quienes escriben los manuales, tienen la experiencia y prescriben las drogas.
Texto: Sara R.Gallardo