El derecho de excepción está regulado en el artículo 116 de la Constitución de 1978 y desarrollado por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de julio. Ley ésta, por cierto, aprobada meses después de la intentona golpista del 23 de febrero. Aquel precepto constitucional señala que son tres los estados excepcionales: alarma, excepción y sitio, y esta Ley delimita las situaciones que justifican la adopción de cada uno de ellos.
De esta forma, el estado de alarma atiende a alteraciones graves de la normalidad provocadas por acontecimientos naturales o sociales. La Ley habla expresamente de “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves” [artículo 4 b)]. Frente al carácter “político” del estado de excepción, previsto para graves alteraciones del orden público que es previsible que no puedan atajarse por los medios ordinarios; y de sitio, referido a la supervivencia del Estado y de su ordenamiento constitucional.
Como se puede colegir fácilmente, cada estado no responde a un proceso gradual dentro del derecho de excepción sino que atiende a situaciones cualitativamente diferenciadas. El de alarma, despolitizado (Cruz Villalón), destinado a combatir crisis sanitarias y catástrofes naturales o tecnológicas; y el de excepción, previsto para las crisis de orden público y otras alteraciones del orden político.
Por tanto, ante la disyuntiva estado de excepción y alarma, hay una delimitación clara y objetiva establecida por la ley. No debiera dar lugar a equívocos.
Ante la situación de emergencia sanitaria derivada de la propagación del COVID-19, el Gobierno declaró el estado de alarma por Decreto de 14 de marzo de 2020, siendo autorizadas sus prórrogas por el Congreso de los Diputados.
Tal declaración abrió un debate en la sociedad española sobre la procedencia de dicho estado y su impacto en los derechos fundamentales, particularmente la libre circulación de las personas, y que ha de ser objeto de pronunciamiento por el Tribunal Constitucional, a raíz del recurso de inconstitucionalidad presentado por VOX.
El Tribunal Supremo, en dos recientes sentencias, tercia en la polémica tomando partido por el estado de alarma justificado por la epidemia que sufrimos, descartando el estado de excepción “que no está previsto para supuestos como el que nos afecta sino para aquellos en que se vea alterado muy gravemente el orden público”.
Y el Tribunal Constitucional, tras la declaración del primer estado de alarma bajo la vigencia de la Constitución de 1978 para hacer frente al cierre del espacio aéreo español en diciembre de 2010, ha determinado el alcance que la declaración de dicho estado podía tener sobre los derechos fundamentales, poniendo de relieve su menor intensidad respecto de los estados de excepción y sitio. A diferencia de estos, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental, “aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio. En este sentido, se prevé, entre otras, como medidas que pueden ser adoptadas, la limitación de la circulación o permanencia de personas o vehículos en lugares determinados o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos …”.
Esto es, el estado de alarma establece una limitación en el ejercicio de algunos derechos fundamentales de los que el ciudadano sigue gozando en régimen de titularidad plena y de acuerdo a su configuración constitucional.
En ningún caso, el estado de alarma ampara la suspensión de derechos fundamentales. Ésta supone una privación temporal y está reservada -con carácter general- para los estados de excepción o de sitio (artículo 55, apartado 1º, de la Constitución), y -de forma individual- en las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas (artículo 55, apartado 2º).
Otra cosa es en qué medida las limitaciones del ejercicio de un derecho fundamental, aplicadas con máxima intensidad durante el estado de alarma pueden suponer una degradación de tal derecho fundamental, tal y como está configurado constitucionalmente. Esto es lo que el Tribunal Constitucional debería analizar.
A propósito de esto último, la dogmática jurídica suele argumentar que no se produce tal deterioro debido a la exigencia permanente de proporcionalidad, por la temporalidad de las medidas, por la permanencia del control jurisdiccional y por la existencia de un mecanismo de responsabilidad política permanente y especialmente activable por el Congreso si el Gobierno se excede respecto de la normativa de la alarma.
De ahí que el Tribunal Constitucional recordase, en un auto de 30 de abril de 2020, que “las medidas de distanciamiento social, confinamiento domiciliario y limitación extrema de los contactos y actividades grupales, son las únicas que se han adverado eficaces para limitar los efectos de una pandemia de dimensiones desconocidas hasta la fecha. Desconocidas y, desde luego, imprevisibles cuando el legislador articuló la declaración de los estados excepcionales en el año 1981”.
Esta es la razón por la cual el citado Decreto del estado de alarma de 14 de marzo de 2020 estableció una limitación en el ejercicio del derecho a la libre circulación de las personas para frenar los contagios. Limitación del ejercicio de este derecho fundamental justificada por los bienes constitucionales que se trataban de preservar (vida, integridad física y salud de las personas, es decir, salud pública), necesaria pues no se conocían otras medidas de intervención menos restrictivas pero igualmente eficaces para la contención del virus, y proporcionada dado que, ponderados aquellos derechos y bienes en conflicto, el sacrificio que representaba la limitación de la libertad deambulatoria era razonablemente asumible en aras de la protección de la vida, integridad física y salud de las personas.
Esos mismos bienes constitucionales (vida e integridad física), así como la protección de la salud pública como manifestación del orden público (artículo 5 b) de la LO 9/83 que desarrolla el derecho fundamental de reunión y manifestación), fueron los tenidos en cuenta por el Tribunal Constitucional para desestimar el recurso de amparo interpuesto por un sindicato de trabajadores frente a la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Galicia que confirmaba la prohibición de la celebración de la manifestación del primero de mayo del año pasado en Vigo. Se trataba, con ello, de evitar la expansión del virus. En suma, el derecho a la vida, la integridad física, la salud de las personas y la defensa de un sistema de asistencia sanitaria, cuyos limitados recursos es necesario garantizar adecuadamente, se erigen en el fin constitucionalmente legítimo para prohibir el derecho fundamental de manifestación.
En esta ocasión, la discusión sobre si el decreto de declaración del estado de alarma suponía o no, de facto, y por derivación de la limitación de la libertad de circulación de las personas, una limitación excesiva o incluso una suspensión del derecho de manifestación no fue abordada por el Tribunal Constitucional.
Eso sí, resulta llamativo que para resolver este recurso de amparo la Sala no hubiese elevado al Pleno una autocuestión de inconstitucionalidad (artículo 55 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional) porque considerase que el referido Decreto del estado de alarma aplicado lesionara derechos fundamentales o libertades públicas.
Estamos, en todo caso, ante una normativa que se ha revelado inadecuada para enfrentarse con éxito a esta pandemia de consecuencias para la salud aún desconocidas y que motiva esas disquisiciones jurídicas sobre el impacto en los derechos fundamentales. Dos Tribunales Superiores de Justicia llegaron a autorizar en su momento el confinamiento domiciliario decidido por su respectiva comunidad autónoma, siendo posteriormente anulado por el Tribunal Supremo. Y sin que la denominada “ley de pandemias” propuesta por la principal fuerza política de la oposición se manifieste como la solución mágica a toda esta problemática de orden constitucional.
“En supuestos límite o dudosos, señala López Guerra, cuando haya que adoptar medidas restrictivas de derechos fundamentales, la elección debe hacerse en favor de la opción que mejor salvaguarde esos derechos y que confiera menor ámbito de acción al Poder Ejecutivo”. Por ello, no deja de resultar sorprendente que quienes en su momento reclamaban con insistencia el estado de excepción se presentasen como adalides de la libertad, lo que hubiera supuesto sin ninguna duda una degradación extraordinariamente grave de nuestro sistema de derechos fundamentales y haber entrado de lleno, sin matices, en el llamado derecho de excepción.