Por Daniel López
Las elecciones europeas del 9 de junio de 2024 serán recordadas, probablemente, como la primera prueba de supervivencia en la agonía de las democracias europeas de principios de siglo. Con los grupos parlamentarios aún por configurar, una cuestión en este momento de matices, los resultados permiten a los partidos mayoritarios —socialistas europeos, populares y liberales— mantener una mayoría absoluta que a su vez es la más exigua de la historia, en una legislatura donde los grandes motores económicos —Alemania, Francia, Italia y España— confirman el resurgir de las extremas derechas que compiten en radicalismo entre ellas.
El respiro que ofrece el próximo quinquenio, de más probable repercusión legislativa e institucional, nace debilitado y temporal. Las urnas han venido a ratificar a las cabezas visibles del resurgir del postfascismo de maquillaje democrático a los antisistema y euroescépticos de Le Pen y la alemana AfD. Así, no por esperado es menos doloroso constatar que un cuarto de la cámara estará formado por formaciones que no creen en la Unión y que creen en la democracia con la boca pequeña y mientras la dirijan ellos.
Al otro lado del espectro, el resurgir de las principales socialdemocracias ha sido tibio y la caída de los verdes solo ha sido contestada con formaciones también antisistema como La Francia Insumisa de Mélenchon. El modelo es claro y el análisis muy complejo. Hay en Europa una herida generacional, una laguna en el sentimiento de pertenencia que se ve alimentada por los radicalismos que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas a problemas complejos.
La lenta muerte de la democracia plena se hace con el patrocinio de las potencias extranjeras que necesitan de una Europa lenta y frágil para sus propios intereses internacionales. Personajes como Alvise, que hacen bueno a Vox, deberían ser una señal de alarma suficiente de que la vía de diálogo que ofrece el parlamentarismo clásico está fracasando ante la relación directa que las redes sociales han ofrecido al político, que a su vez enfrenta cada vez un espacio más pequeño de atención.
El descuido de la transparencia, la lucha contra la corrupción y la falta de democracia interna, incluso en partidos con larga tradición de militancia, como el propio socialismo español en su más reciente actitud presidencialista, es el anzuelo de los votantes. Una vez el cebo ha funcionado, el algoritmo de las redes hará el resto para reforzar el poderosísimo sesgo de confirmación humano, que aún funcionando a ambos lados de la arena parece haber tenido una especial relevancia en las campañas de la derecha desde el Brexit. Si a esto le sumamos el fin de la realidad con las fake news y las falsificaciones con inteligencia artificial, el fanatismo está servido. Buena prueba de ello es el crecimiento de los sentimientos de odio, que puede observarse en las estadísticas sobre los delitos de este tipo, que fomentan conductas de violencia verbal y física contra los migrantes, el colectivo LGTBI y, más recientemente, el antisemitismo.
El instinto de autoprotección de sectores de la sociedad que se han sentido abandonados por las necesarias políticas de reconocimiento y protección de las minorías, junto a los núcleos de población, principalmente masculina y joven, más afectados por el decrecimiento económico de la década de 2010, necesitan de un afecto y una pertenencia que si las vías participativas actuales no permiten, otros van a cubrir. Así fue primero con Vox, y luego con el más reciente fenómeno del agitador Alvise, o más atrás con el Movimiento 5 estrellas, Salvini, Meloni u Orban, entre otros, como el mensaje centrado en estos nichos de voto cala y crea un suelo extremadamente difícil de romper, porque el retorno de la radicalidad es bastante más complejo que el camino de ida.
Si uno repasa la historia, aunque esta no se repita, como dijo el politólogo Pablo Simón recientemente en RTVE, rima. Cuando uno observa el auge del nazismo durante la República de Weimar, este no fue progresivo sino que creó el caldo de cultivo para su ascenso abrupto en el momento oportuno. La serie de catastróficas desdichas, que a toro pasado pueden parecernos evitables, que propiciaron la aceptación de la violencia y el desprestigio de la democracia se sembraron con desafortunado acierto por los propagandistas de extrema derecha previamente a la crisis del 29, que junto a una derecha moderada que les blanqueó sirvió de disparador en la intención de voto de los otrora bizarros nacionalsocialistas.
Giorgia Meloni frente a la bandera de la Unión. European Union, 2024, CC BY 4.0
La reflexión que podría sacarse de la muerte de la República de Weimar, o de la propia II República española, es que cuando se crea un escenario propicio para la normalización social de ciertas conductas e ideologías es una consecuencia natural que, una vez estas llegan al poder, se exacerben. El objetivo último nunca es conseguir el poder, es mantenerlo, y son públicas y notorias las técnicas que estos partidos vienen usando a ambos lados del océano para no ceder en lo posible de nuevo este mismo poder en la clásica alternancia de partidos. No solo hablamos de la sana labor de información o la estrategia política, nos referimos a la desvirtuación del sistema de partidos para hacer improbable, si no imposible como en el caso ruso, una oposición con opciones de gobernar.
Es además preocupante que estas elecciones, cuyo efecto dominó ha comenzado provocando la inmediata convocatoria de las legislativas francesas, se producen en un entorno de crecimiento económico favorable. Nos preguntamos entonces, vista cómo la crisis de 2008 provocó en pocos años un terremoto en el escenario de partidos occidental que tuvo sus tres momentos más importantes con el Brexit, la victoria de Trump en los EE. UU. y la de Giorgia Meloni en Italia; qué grado de aceptación de recortes en la participación y vida política y civil va a aceptar una sociedad ante la próxima caída de la economía cuando las posiciones de partida son las que podemos ver reflejadas hoy en las portadas del continente.
Claude Truong-Ngoc / Wikimedia Commons
El ciclo que se inicia ahora, con un contexto de guerra en el este y en Medio Oriente, estará marcado por la capacidad de la política clásica de cazar los liderazgos que se han perdido en las últimas dos décadas y de resistir los distintos embates que aguardan. Las legislativas francesas y las elecciones americanas pueden descompensar la balanza de poder a ambos lados del Atlántico con el apoyo de la confluencia de intereses de países como Rusia, China o la Sudamérica trumpista.
El horizonte es pesimista. Salvo aparición de la cura, la sensación es de enfermedad terminal y la aspiración última es cronificar la situación actual. No se alumbran razones desde dentro del sistema actual para aportar soluciones que recuperen la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. Ese es el precio de la permisividad ante la corrupción y el cortoplacismo. Lo peor es que cuando todo pase, como aquellos ciudadanos de la República de Weimar que al pasar la hoja del calendario se vieron en el III Reich, diremos o que fue inevitable, o que no se podía saber.