El 23 de enero de 2020, la ciudad de Wuhan decretaba el confinamiento de la población debido al brote de contagios provocado por el virus que marcará las vidas de toda una generación a nivel mundial
El 23 de enero los medios de comunicación nos traían imágenes desde la ciudad china de Wuhan que, hasta entonces, la mayoría de la gente solo había visto en películas de ciencia ficción: calles desiertas, militares desplegados, personal pertrechado con equipos de protección individual… La expansión de un nuevo coronavirus, que inicialmente fue llamado «2019-nCoV«, había llevado a las autoridades del gigante asiático a decretar el confinamiento total de la ciudad de la China central y a imponer el uso de la mascarilla y el distanciamiento social. La ciudad estuvo 76 días confinada. Tras ello, progresivamente fue recuperando la «normalidad» y no ha vuelto a tener rebrotes reseñables.
El 9 de marzo, menos de dos meses después de que Wuhan se blindase ante el SARS-CoV-2, Italia siguió sus pasos. Dos días después, el 11 de marzo, la Organización Mundial de la Salud calificó la situación epidemiológica de pandemia y el 13 de marzo situó el nuevo epicentro de la enfermedad en Europa. El 15 de marzo se confinaba España. Al contrario que en la mayoría de países asiáticos, que contaban con la experiencia previa de la epidemia del SARS en 2002, Europa se enfrentó a un desafío en el que era novata y todavía sigue pagando por ello. De momento, ya son tres «olas» las que han sacudido al continente.
El virus vino para cambiarlo casi todo. Cuando pensamos en si algún día volveremos a «lo de antes», también debemos pensar en qué era «lo de antes». Más allá de que echamos de menos poder vivir sin miedo al contagio y los niveles de interacción social previos a la pandemia, lo de antes también era desigualdad social; discriminación por cuestiones de clase, de género, de origen o de credo; privatización de los servicios públicos y mercantilización de los derechos esenciales; precarización del mercado laboral; destrucción del ecosistema; polarización de la población mundial y proliferación de discursos del odio que legitiman, irresponsablemente, teorías conspiranoicas… Lo de «antes», en aspectos estructurales de la sociedad, se parece mucho a lo de ahora.
Y es que incluso, a nivel individual, hay vidas que no han cambiado tanto. Las de la gente que es pobre, en cuanto recursos materiales indispensables para una vida digna nos referimos, no son muy diferentes de cómo lo eran antes. Quien está en situación de calle, lo sigue estando aunque haya toques de queda nocturnos. Quien para poder subsistir tiene que someterse a condiciones de explotación laboral que rozan la esclavitud, no ha dejado de hacerlo en ningún momento. Quien era víctima de trata o de explotación sexual, lo sigue siendo. Quien ansía encontrar un futuro distinto al que tiene en su lugar de origen, pero no nació en la país adecuado, sigue viéndose empujado a utilizar peligrosas rutas migratorias que se siguen cobrando vidas inocentes y así podríamos seguir todavía con unos cuantos ejemplos más. De hecho, es más preciso hablar de acentuación de problemas y dificultades cotidianas que de cambios reales. Quien antes de la pandemia se acostaba pensando en qué comerían mañana sus hijos e hijas –que en España y en Ceuta los hay y no son pocos-, probablemente hoy lo hace con todavía mayor incertidumbre.
Hace un año que empezamos a aprender que los guionistas de películas sobre catástrofes mundiales se merecían una disculpa. Poco a poco fuimos viendo como esos «sinsentidos» que nos chirriaban cuando nos presentaban las reacciones de la población y los gobiernos ante crisis de escala mundial, en realidad, pecaban de coherentes. Pero que no se relajen. La mayoría cerró sus guiones con un mundo en reconstrucción que camina hacia un nuevo horizonte de solidaridad y progreso… Todo apunta a que podremos volver a «atizarles» por el desatino de sus predicciones y, esta vez, con fundamentos.