El derecho de gracia es un residuo de la antigua potestad real de condonar los delitos y las penas, y según su extensión y efectos, tiene dos manifestaciones: la amnistía y el indulto.
Continuando con toda una tradición constitucional que arranca en 1812, la Constitución de 1978, en su artículo 62.i), reconoce como prerrogativa del Rey: “Ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales”. Ni que decir tiene que, según la ley, el Monarca permanece a expensas de las decisiones del Gobierno, prestando su nombre formalmente a la decisión de este. “Es, pues, un acto del Gobierno que se exterioriza a través de un Real Decreto acordado en Consejo de Ministros, firmado por el Rey, con el refrendo del Ministro de Justicia (que exonera al Jefe del Estado de toda responsabilidad) y constituye una categoría de acto distinta del acto administrativo, ya que constituye una facultad potestativa no susceptible de ser combatida en sede jurisdiccional, salvo cuando se incumplan los trámites establecidos para su adopción”, como señala el Tribuna Supremo.
A pesar de ser una institución secular, el derecho de gracia ha sido cuestionado por ilustrados, al considerar que constituía una vulneración de la separación de poderes y a la actividad de uno de los poderes del Estado, el judicial, al que despoja de la potestad jurisdiccional plasmada en la sentencia; con, así como por correccionalistas por entender que pugnaban con los fines de individualización de las penas. Nuestro Tribunal Supremo tiene dicho con reiteración que el indulto es una derogación singular del principio de ejecutividad de las sentencias penales firmes, cuya ejecución compete a los Juzgados y Tribunales.
El indulto es, en definitiva, un instrumento de política criminal que permite atemperar la reacción penal a las circunstancias y exigencias sociales de una época dada, o corregir por la equidad el exceso punitivo en un caso concreto, o porque concurran razones de utilidad pública, cuya apreciación requiere un juicio de oportunidad metajurídico, que es ajeno al ámbito propio de la función jurisdiccional. O dicho en palabras de la exposición de motivos de la Ley que regula el ejercicio de la gracia de indulto: “Por mil variadas causas conviene en ciertos y determinados casos suavizar, a fin de que la equidad que se inspira en la prudencia no choque con el rigor característico de la justicia”.
Hace pocos días, en un artículo colectivo publicado en la prensa, se recordaba que uno de los padres de la Constitución de 1978, Manuel Fraga, en el debate de este precepto en la Comisión Constitucional, manifestó que “la concesión de los efectos del derecho de gracia evidentemente tiene que ser no solo con problemas de justicia sino con problemas políticos en muchos casos. Gracia y justicia ambas tienen que ver con la política”.
La cuestión clave en el caso de los condenados en la Sentencia del “Procés” reside en determinar si el Gobierno puede indultar cuando los informes del Tribunal sentenciador y del Ministerio Fiscal (preceptivos pero no vinculantes) son contrarios al indulto y cuáles son los requisitos para adoptar, en su caso, tal decisión.
Al ser desfavorable el informe del Tribunal Supremo, la primera limitación la establece la Ley que regula el indulto: solo será posible el indulto parcial “y con preferencia la conmutación de la pena impuesta en otra menos grave dentro de la misma escala gradual”.
La Sentencia del Pleno de 20 de noviembre de 2013 de la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo introduce, por vez primera (no obstante la dicción literal del artículo 30 de la Ley de Indulto en su vigente redacción, que eliminó la exigencia de motivación de los Reales Decretos de concesión de indulto. Nunca se exigió para los Acuerdos de denegación), un elemento reglado de control que consiste en la necesidad de “especificar las razones de justicia, equidad o utilidad pública” que justifican el indulto.
Ahora bien, el Gobierno será libre para elegir y valorar las muy variadas razones de “justicia, equidad y utilidad pública”, que, en cada caso y la vista de sus concretas circunstancias, le llevan a otorgar el indulto -sobre las que no cabe control jurisdiccional de clase alguna-, pero que han de guardar la necesaria coherencia con los hechos que constituyen su soporte fáctico, y esto sí puede ser comprobado por el órgano jurisdiccional a fin de descartar todo atisbo de arbitrariedad, proscrito en nuestra Constitución.
Pues bien, apreciar en el caso que nos ocupa que concurren razones de utilidad pública para indultar, por entenderse que la concesión de indultos puede contribuir al diálogo como punto de partida para resolver el conflicto territorial sobre el encaje de Cataluña en el Estado español (siendo este un juicio de oportunidad política que corresponde en exclusiva al Gobierno), no es una apreciación incongruente con los hechos y no podría reputarse, por tanto, manifiestamente arbitraria.
Por lo demás, se anuncia por el Gobierno que, además de parciales, los indultos serán condicionados y reversibles. “Podrán además imponerse al penado en la concesión de la gracia las demás condiciones que la justicia, la equidad o la utilidad pública aconsejen”, prescribe la Ley de indulto. Esto es, contendrán al final una disposición que señalará que si los penados reinciden —en un periodo determinado— el indulto quedará anulado. Es una fórmula habitual, pero en este caso tiene un valor político y jurídico especial porque el propio Tribunal Supremo y algunas formaciones políticas están argumentando que no se puede conceder esta gracia a quienes no solo no se arrepienten —algo que no es requisito legal para su concesión— sino que están diciendo algunos de sus beneficiarios que “lo volverán a hacer”.