La ciudad como condena Robert Park, reconocido sociólogo urbano, dijo en una ocasión que “si la ciudad es el mundo que el hombre ha creado, es también el mundo en el que está condenado a vivir”. Esta cita se me vino a la mente cuando, durante la pasada sesión plenaria, escuché la intervención del Consejero de Fomento, a vueltas con la barriada del Príncipe.
No es admisible y, por tanto, no debemos tolerar que quienes han dibujado, apuntalado y, en otros casos, invisibilizado los contextos en los que vivimos, citen la desigualdad territorial de nuestra ciudad como una suerte de proceso natural, de fenómeno meteorológico al uso. Es mentira. Veinte años de nefasta gestión derriban tan pueril intento absolutorio.
La desigualdad social, trazada, dibujada, planeada, y construida como reflejo del cierre social de unos frente a otros, no es una casualidad, sino el fruto de una forma concreta de entender la ciudad y a sus gentes. Es rotundamente falso que zonas como el Príncipe, Recinto o Benzú sean creaciones humanas espontáneas al margen de responsabilidad política; tampoco son la obra de sus vecinos. Son, al contrario, el dibujo de una estructura social que se sustenta sobre el privilegio y que ha ido expulsando al exterior a quienes en otro tiempo sirvieron de barata mano de obra, unidades de trabajo mal pagadas para el beneficio económico de terceros. Es mentira, pues, que, como nos quiere hacer creer el longevo gobierno del PP, hablemos de construcciones arbitrarias y recientes. Nos encontramos ante la constatación histórica de una ciudad, de un tipo de ciudad que ha crecido desde dentro y que ha condenado hacia afuera.
Otro reputado crítico de las desigualdades sociales, David Harvey, al cual debemos mucho sobre lo que actualmente se entiende como el derecho a ciudad, afirma que “la ciudad es el escenario histórico de la destrucción creativa”. El Príncipe, el Recinto, Benzú y otras de nuestras zonas más abandonas son producto de esa destrucción creativa. Destrucción porque rompen con la estética de ese centro opulento, privilegiado y en definitiva “civilizado” en contraste con esas zonas donde la pobreza y la miseria han generado otras inercias cuando sus gentes dejaron de ser mano de obra barata y aprovechable; creativa porque, en esa inmundicia, nos hemos visto obligados a ser ingeniosos y hábiles a la hora de diseñar nuestros espacios de vida, de esparcimiento y de relaciones humanas, logrando en no pocas ocasiones (podríamos acudir al refranero y decir eso de que “no hay mal que por bien no venga”), relaciones basadas en la solidaridad de clase y/o étnica: nos ayudamos porque nos sentimos iguales frente a los de arriba. Otras veces, en cambio, hemos sido testigos de cómo las drogas acababan con nuestra juventud, con nuestra calidad de vida y hasta con nuestras esperanzas. También hemos visto como la humillación y la frustración destruían generaciones enteras que vivían esperando que algún tipo de milagro cayera del cielo y mejorase la situación del barrio, una mejora que a algunos nos enseñaron que vendría del esfuerzo, del sacrifico y de la formación académica, pero que, en el mejor de los casos, acabaría convirtiéndose en mero salvoconducto individual. Y, en realidad, ni siquiera eso: el “prestigio” reservado a “vivir en el centro” descubríamos que era inalcanzable. Muchos sabemos ya que el barrio no es sólo es un espacio físico; el barrio éramos, somos y seremos nosotros mismos. Con ladrillazos y asfaltado en vísperas electorales no se rescata a la gente. Sólo saldremos del barrio cuando el centro también sea nuestro barrio, cuando el trabajo sea también del barrio y cuando la pobreza salga definitivamente del barrio. Y sí, señor Consejero, veinte años de gobierno dan para que parte de responsabilidad sea suya al tolerar que persista y aumente esta desigualdad causal. Salga del centro. Visite mi barrio.