Abdelkamil Mohamed Mohamed
Ceuta, tierra de diversidad y convivencia, enfrenta un desafío que no puede seguir ignorándose. Durante décadas, la comunidad musulmana, que constituye casi la mitad de la población ceutí, ha sido relegada de los espacios de decisión, no solo en el ámbito político, sino también en los ámbitos social y religioso. Esta exclusión, lejos de ser una mera falta de representación, pone en riesgo la estabilidad de nuestra ciudad y amenaza con erosionar los pilares de la convivencia que durante siglos han definido a Ceuta.
En el ámbito político, la exclusión ha sido especialmente preocupante, pues no solo se les ha negado un acceso real a los espacios de decisión, sino que además se han implementado maniobras de control diseñadas para limitar su influencia y perpetuar su subordinación. Las alianzas de conveniencia, los pactos efímeros y las estrategias de división han convertido a la comunidad musulmana en un bloque de votos manipulado al antojo de quienes ostentan el poder, pero sin darles una representación efectiva ni una participación genuina en las decisiones que afectan sus vidas y su futuro. Esta dinámica no solo es profundamente injusta, sino también peligrosa, ya que refuerza el descontento y la desconfianza hacia las instituciones democráticas.
Sin embargo, la exclusión no se limita al terreno político. En los espacios sociales, donde se diseñan iniciativas y políticas públicas que deberían fomentar la integración, la comunidad musulmana a menudo queda al margen de los procesos de consulta y participación. En el ámbito religioso, tampoco se les da el protagonismo que merecen en un modelo de convivencia que debería basarse en el diálogo y el respeto mutuo. Esta desconexión, tanto política como social y religiosa, no solo perpetúa desigualdades históricas, sino que siembra el germen de una fractura social que Ceuta no puede permitirse.
La ausencia de representación real de la comunidad musulmana es más que una injusticia: es un obstáculo directo al desarrollo de la ciudad. Ceuta está desperdiciando el talento, el esfuerzo y el potencial de miles de ciudadanos que, a pesar de sus capacidades, no encuentran las oportunidades necesarias para crecer y contribuir al progreso común. Mientras tanto, los barrios más desfavorecidos, habitados en su mayoría por esta comunidad, continúan sufriendo tasas alarmantes de desempleo, precariedad económica y abandono institucional.
Si no se toman medidas urgentes, las consecuencias serán devastadoras. Ninguna sociedad puede prosperar cuando una parte significativa de su población se siente excluida, utilizada y olvidada. En una ciudad como Ceuta, donde la convivencia es la clave para la paz social, esta exclusión representa un riesgo inaceptable que puede desembocar en un deterioro irremediable del tejido social.
El cambio es inaplazable. Es necesario integrar a la comunidad musulmana en todos los espacios de decisión: políticos, sociales y religiosos. Esto implica no solo garantizar su representación en los estamentos gubernamentales, sino también frenar las maniobras de control que buscan perpetuar su exclusión. Además, es imprescindible abrirles las puertas de las plataformas sociales y religiosas, asegurando que puedan defender sus derechos, participar activamente y aportar su perspectiva al modelo de convivencia. No se trata solo de justicia, sino de reconocer que su participación activa es imprescindible para garantizar un futuro estable y próspero para toda la ciudad.
Ceuta está en un punto de no retorno. Seguir por este rumbo, ignorando la exclusión y las desigualdades, solo nos llevará a una fractura social cada vez más profunda. Es el momento de actuar con responsabilidad y valentía. Debemos apostar por un modelo de gobernanza inclusivo que valore y aproveche la riqueza cultural, social y religiosa que define a Ceuta.
El futuro de nuestra ciudad depende de nuestra capacidad para construir una Ceuta más justa y equitativa. Una Ceuta donde todos, independientemente de su origen, religión o condición social, tengan las mismas oportunidades de crecer, contribuir y sentirse parte de un proyecto común. Ignorar esta realidad no solo sería un error histórico, sino una decisión que pondría en peligro el legado de convivencia que hemos heredado y que estamos obligados a proteger. El momento de actuar es ahora, antes de que el daño sea irreparable.