En el 2014, cuando las plazas de España eran un hervidero de indignación y esperanza, un grupo de jóvenes prometía barrer con la mugre que, según ellos, impregnaba la política nacional. Era el tiempo de los discursos inflamados, de las palabras como flechas lanzadas al corazón del sistema. “La casta”, decían con sorna, como quien escupe un veneno que pretende ser mortal. Entre esos jóvenes, Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero e Iñigo Errejón se alzaban como los apóstoles de una nueva moralidad, guardianes de un idealismo que parecía blindado ante las tentaciones de la vida pública.
Pero la historia, siempre maestra cruel, no tarda en cobrar su peaje. El tiempo es un juez implacable, y la política, como buen escenario trágico, fagocita con placer a quienes osan enfrentarse a sus reglas. Lo que empezó como una revolución de los puros pronto mostró sus primeras grietas. Monedero, con sus tribulaciones fiscales, inauguró el desfile de escándalos. Luego vino el chalet de Iglesias, un suceso que marcó el fin de la inocencia para un movimiento que juraba vivir en pisos modestos y soñar con el proletariado. La moral, como la porcelana, se quiebra con facilidad, pero en su caso, los trozos quedaron expuestos al escrutinio público.
Ahora, es Errejón quien se sienta ante un juez, acusado de presunta agresión sexual. Una denuncia que, al margen de su veracidad, resulta simbólica: el guardián de la ética política enfrentado a una causa que choca de frente con uno de los principales reclamos del movimiento. Este feminismo de bandera, que tanto defendieron, encuentra en sus propios líderes una hipocresía insondable. No deja de ser irónico que aquellos que se proclamaron incorruptibles acaben en el punto de mira, bajo una lupa que ellos mismos contribuyeron a fabricar.
En sus inicios, Podemos se alzó como una bofetada al status quo, un vendaval que amenazaba con arrasar los salones de la vieja política. Los trajes grises temblaban ante el empuje de unos líderes que, con coleta o sin ella, vestían camisetas en los platós para demostrar que la solemnidad no residía en la indumentaria, sino en las ideas. Pero las ideas, como los ríos, pueden desviarse, y el contacto con la realpolitik suele ser letal. Ser puro en las trincheras es sencillo; mantenerse inmaculado en el despacho es otro asunto.
En 2014, la palabra “casta” resonaba como un martillo. Era una condena, un anatema lanzado contra quienes habían osado encarnarse en las instituciones. Hoy, cabe preguntarse si aquellos que lanzaban la acusación eran conscientes de que, al entrar en el juego, ellos también serían juzgados con la misma vara. Porque la política no solo transforma; también desnuda. Y al final, la “casta” no es más que un espejo en el que tarde o temprano todos acaban reflejándose.
Lo que resulta perturbador –y aquí conviene detenerse– es la hipocresía que rezuma de esta trayectoria. No se trata solo de errores humanos o de cálculos políticos, sino de una constante traición al ideario con el que se encandiló a millones de ciudadanos. Si Podemos nació para regenerar la política, ¿qué queda hoy de aquella promesa? Los que juraron no caer en las redes del poder terminan –como tantos otros antes que ellos– atrapados por sus tentaciones.
No es nuevo, claro está. La historia de la humanidad está plagada de ejemplos de ideales que se enfrentan a su propia fragilidad. Pero lo singular en el caso de estos líderes es la rapidez con la que se consumió la llama. Apenas una década ha bastado para que el ciclo se complete: ascenso, gloria, caída. Y en esa caída, lo que más duele no es la pérdida del poder, sino la revelación de que los príncipes del cambio eran tan humanos como los reyes que pretendían destronar.
El proceso judicial que ahora envuelve a Errejón no es más que el epílogo de esta historia. Una trama escrita con las mismas palabras que ellos emplearon para construir su narrativa: moralidad, ética, justicia. Al final, lo que queda es un sabor amargo, la sensación de que todo fue un espejismo, un teatro donde los actores, tras quitarse la máscara, resultaron ser tan vulgares como el público al que pretendían redimir.
Hay quienes dirán que la política es así, que no hay revoluciones sin contradicciones ni cambios sin líderes que caigan en desgracia. Pero esa justificación no sirve de consuelo. Porque la hipocresía, cuando es evidente, no admite defensa. Y los discursos sobre la moral pierden toda fuerza cuando quienes los pronuncian olvidan aplicárselos a sí mismos.