El domingo 27 de septiembre celebramos la JORNADA MUNDIAL DEL MIGRANTE Y DEL REFUGIADO. Como sabéis, nuestra diócesis es muy sensible a sus personas, su situación, sus necesidades. En el año 2020 se han atendido 1.233 migrantes de 53 nacionalidades; y durante el confinamiento hemos tenido 44 agentes disponibles – entre técnicos y voluntarios – en varias localidades, hemos atendido a 536 migrantes, y se han distribuido cuatro toneladas de alimentos y productos de higiene además de unos 18.000€ para ayudas de las viviendas y otras necesidades.
El lema de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado este año es «Como Jesucristo, obligados a huir», y pone la mirada en los llamados desplazados internos. Dentro de esta denominación se incluye a los millones de hombres, mujeres y niños obligados a migrar dentro de sus propios países por diversas causas: emergencias humanitarias, conflictos armados, perturbaciones del clima, violencia generalizada, etc. Como señala el papa Francisco en el Mensajepara esta Jornada, a menudo el drama de estas personas queda invisibilizado, puesto que ocurre dentro de las propias fronteras, a lo que se suma que en este último tiempo su situación se ha visto doblemente agravada por la crisis mundial causada por la pandemia de la COVID-19.
También en nuestro propio territorio hay personas inmigrantes que en cierto sentido se ven «obligadas a huir». Huir del sometimiento y la violencia, como las víctimas de trata con fines de explotación sexual; huir de la precariedad laboral, como el colectivo de empleadas del hogar o los temporeros agrícolas; huir de la intemperie, del olvido, como los menores migrantes, los jóvenes ex tutelados o los solicitantes de asilo. Lo importante para nosotros, en definitiva, es que Jesús está presente en cada uno de ellos, obligados a huir para salvarse, para recuperar la dignidad que les ha sido arrebatada.
El papa Francisco nos exhorta en el Mensaje de la Jornada de este año a «conocer para comprender», porque el desplazado, el emigrante, la víctima de la trata, no son números, no son estadísticas, son personas; y si nos encontramos de igual a igual podríamos reconocernos en sus historias. Podemos comprender, por ejemplo, que la precariedad que hemos experimentado con sufrimiento a causa de la pandemia es un elemento constante en la vida de los desplazados; podemos entender también que en el viaje del migrante y desplazado, en los momentos de despojo y de desierto, hay un verdadero itinerario espiritual, donde muchos de ellos encuentran el rostro de ese Dios que camina a su lado, compartiendo sus dolores y alegrías, hasta alcanzar la tierra prometida. Igualmente los que acogen, deben abajarse, hasta reconocerse ellos mismos como migrantes, compañeros y hermanos del que llega, y despojarse de prejuicios para ver su rostro en el rostro del diferente. Así́, juntos, podremos recorrer un camino mutuamente enriquecedor, y así́ es como llegaremos a experimentarnos hijos en el Hijo, Jesús.
El santo padre en su Mensajeinvita a «Hacerse prójimo para servir». En la parábola del buen samaritano, éste tuvo que arriesgarse, quitar prejuicios, acercarse y abajarse (Lc 10, 33-34). El mismo Jesús en la última cena, de modo similar, lavó los pies a los discípulos, se agachó, haciendo un oficio de esclavo, ensuciándose las manos (Jn 13, 1-15), como tantos sanitarios que se arriesgan en este tiempo de pandemia, como recuerda el papa Francisco.
Hay que escuchar el gemido de los más vulnerables, de los desplazados, del planeta gravemente enfermo. Dios mismo escuchó el grito de súplica de la humanidad a través de los oídos de su Hijo. Hoy son nuestros oídos, los que están llamados a escuchar para poder reconciliarnos con el prójimo, con los descartados, con nosotros mismos y con Dios. Debemos ser hogar fraterno para tantas personas desplazadas obligadas a huir de situaciones de injusticia, violencia o riesgo para sus vidas. Y pedir a los gobernantes que sepan promover leyes que protejan las vidas y la dignidad de las personas más vulnerables de la sociedad. Pero, sobre todo, debemos cuidar a las personas migrantes. Lo ideal sería que sus familias y comunidades de origen pudiesen ejercer su derecho a permanecer en su propio país, gracias a un desarrollo económico, político y social adecuado.
Para todo ello hace falta orar y comprometerse, ser sensibles a sus necesidades y derechos, aportar cada uno lo que esté en su mano para transformar esta acuciante realidad.
El Secretariado de nuestra diócesis para el cuidado de los migrantes no descansa en este esfuerzo de sensibilización, pero, sobre todo, de atención a cuantos llegan a nuestras costas, que son muchos. No olvidemos que seguimos siendo frontera. Son innumerables los que desembarcan en ellas, generalmente en condiciones desesperadas, necesitados de socorro y atención. Colaboremos con ellos, seamos acogedores, que sientan cerca nuestra caridad. Consigamos entre todos seguir presentes y activos ayudando a cuantos llegan en esta migración de la desesperación para que encuentren la esperanza a través de nuestra caridad.
+ Rafael, Obispo de Cádiz y Ceuta