Por Abdelkamil Mohamed (Kamal)
Estar cerca de la calle no es una pose. Es una necesidad para quien quiera entender lo que realmente pasa en esta ciudad. Porque Ceuta tiene un relato oficial, repetido desde los despachos y los atriles, y una realidad cruda que se palpa en las aceras, en las calles de las barriadas y en los pasillos saturados de los centros de salud.
Ceuta está partida. Hay una ciudad que recibe recursos, atención, inversiones, limpieza y respuesta inmediata. Y otra donde el abandono se ha vuelto paisaje y costumbre. En el centro todo fluye. En las barriadas, la desidia se impone: calles rotas, basura acumulada, parques descuidados, calles sin farolas. La diferencia no es casual, ni logística: es política. Hay zonas que simplemente no existen para quienes reparten los presupuestos. Así se consolida una Ceuta de primera y otra de segunda.
Y en medio de ese abandono crece una juventud sin rumbo. Una juventud que ha perdido incluso el derecho a imaginar otro futuro. No estudian, no trabajan, no esperan nada. Están fuera del mapa, fuera de los planes, fuera del discurso. La ciudad no les ofrece horizonte, y cada día que pasa sin tenderles la mano es una oportunidad más que se pierde.
El abandono escolar, lejos de ser una excepción, se ha convertido en norma. No hay recursos suficientes para acompañar a quienes se quedan atrás, ni voluntad de construir un sistema que iguale, que compense, que proteja. La escuela ya no es el ascensor social que prometía ser. En muchos barrios, es solo una sala de espera antes de caer.
La falta de empleo real es otra forma de exclusión. Para muchas familias, tener un trabajo no garantiza estabilidad. Para los jóvenes, encontrar uno es casi una fantasía. La economía ceutí no ofrece alternativas dignas ni sostenidas. Y las políticas públicas, si existen, no alcanzan ni motivan. El desempleo es estructural y siempre golpea a los mismos.
Ante este panorama, muchos jóvenes se marchan. El éxodo es silencioso pero constante. Jóvenes que no encuentran su lugar aquí, que emigran en busca de dignidad, de oportunidades, de vida. Y detrás de cada uno que se va, hay una familia que se rompe, una ciudad que se debilita, un futuro que se escapa.
En pleno siglo XXI, en Ceuta hay familias sin contrato de agua ni de luz. No porque no puedan pagar, sino porque se les exige lo imposible: documentos, escrituras, permisos que el propio sistema les niega. Mientras tanto, malviven entre velas y cubos de agua, en casas no regularizadas que la administración ignora. Los precios de la vivienda se han disparado como si viviéramos en una gran capital, pero los sueldos siguen anclados en la precariedad. Para muchas familias, alquilar es sinónimo de renunciar a comer bien. Comprar es un sueño. Emanciparse, una quimera. No existe una política de vivienda pública real. Lo que existe es un mercado salvaje donde el que más tiene, gana, y el que menos, se hunde.
Y lo más indignante: a día de hoy hay ciudadanos nacidos en Ceuta, que han vivido toda su vida aquí, que han estudiado aquí, que han trabajado aquí, con todos sus familiares con nacionalidad española, y aun así el Estado les niega el reconocimiento de su nacionalidad. Ni pasaporte, ni derechos plenos, ni garantías. Viven atrapados en un limbo jurídico que los convierte en invisibles legales. Esa es la contradicción más cruel: nacer aquí, crecer aquí, ser de aquí… y no ser reconocido como tal.
Y junto a ellos, hay también cientos de ciudadanos marroquíes atrapados en Ceuta desde la pandemia, con el pasaporte caducado y sin posibilidad de regularizar su situación. Viven en la sombra, en un limbo burocrático que nadie quiere resolver. Ni Marruecos los acepta, ni España los reconoce. No tienen acceso a documentación, ni a contratos, ni a derechos básicos. Están condenados a una existencia sin papeles, sin rumbo y sin esperanza.
La sanidad es otra de las heridas abiertas. Faltan especialistas, personal, recursos. Los médicos se marchan, los pacientes esperan, y la administración responde con discursos vacíos. Las urgencias colapsan, las listas de espera desesperan, y los traslados a la península siguen siendo el pan de cada día. Se anuncian compras, reformas, mejoras… pero sin profesionales que atiendan, todo se convierte en propaganda. La salud de la ciudadanía cuelga de un hilo, mientras se improvisa y se oculta lo evidente.
Y como si todo esto no bastara, la frontera lo amplifica. Las rentas más bajas cruzan a Marruecos para abastecerse de frutas, verduras y productos básicos que aquí se han vuelto inalcanzables. A veces lo hacen simplemente para disfrutar de un rato en familia, de un paseo, de un fin de semana sencillo. Pero lo que debería ser un cruce cotidiano es un vía crucis. Largas colas bajo el sol, esperas que rozan lo inhumano, normas arbitrarias, trato desigual. Muchos vuelven a casa con la sensación de haber sido maltratados por un sistema absurdo. El paso fronterizo se ha convertido en una humillación diaria para quienes menos tienen. Y no hay defensor que lo denuncie desde dentro.
El problema no es técnico. Es político. Es estructural. Se gobierna desde la distancia, con frialdad burocrática, sin entender ni sentir el sufrimiento cotidiano de quienes sostienen esta ciudad con su trabajo y su paciencia. La Ceuta oficial aplaude lo que la Ceuta real sufre. Y eso no puede sostenerse por mucho más tiempo. Aquí, quien no se somete, es apartado. Quien señala, estorba. Y quien exige derechos, se convierte en problema.
No se puede hablar de cohesión sin justicia. No se puede hablar de democracia cuando la mitad de la ciudad se siente abandonada. Ceuta necesita una nueva mirada. Que no venga desde arriba, sino desde abajo. Desde la calle. Desde donde duelen las cosas. Donde vive la gente. Donde se lucha cada día.
Y desde ahí, desde abajo, seguiremos mirando. Y hablando.