Mucho se ha hablado en los últimos días de los motivos por los que millares de personas, en su mayoría jóvenes varones, entraron en Ceuta gracias a la pasividad de la seguridad en la frontera marroquí. Nosotras pensamos que no hay nada mejor para saber los motivos por los que una persona viaja, por mucho que se pueda conocer su contexto vital, que preguntárselos directamente y eso es lo que hemos hecho
Mucho se ha hablado en los últimos días de los motivos por los que millares de personas, en su mayoría jóvenes varones, entraron en Ceuta gracias a la pasividad de la seguridad en la frontera marroquí. Hay quien dice que estas personas venían engañadas, que, presuntamente, desde el país vecino se les había llenado la cabeza de falsas esperanzas y cantos de sirena; otra gente dice que muchas personas tan solo venían «de excursión», como si fuesen participantes de una especie de cruel jornada turística low cost que combina el turismo náutico con el turismo de proximidad y los deportes de riesgo. Por supuesto, también están los que viven permanentemente asustados o tratando de asustar, que hablan de «invasión» protagonizada por «jóvenes en edad militar».
Nosotras pensamos que no hay nada mejor para saber los motivos por los que una persona viaja, por mucho que se pueda conocer su contexto vital, que preguntárselos directamente. Eso es lo que hemos hecho con varios jóvenes marroquíes que llevan desde el lunes, 17 de mayo, en Ceuta. Ellos son Usama (19 años), Hamada (19 años) y Yussef (21 años), todos del mismo barrio en Bni Makada, Tánger, y Hamza (23 años), que es de Tetuán.
Sin embargo, cuando todavía estamos rompiendo el hielo con los chicos, sucede algo inesperado. Aparece un hombre, teléfono en mano, que pregunta por Usama. Al otro lado de la línea está su padre que le implora que vuelva a casa. Mientras le pasa el teléfono, el hombre, un vecino de la barriada, nos explica que el padre le está diciendo al niño que hará lo posible por darle todo lo que quiera, pero que, por Dios, esa noche cene junto a sus hermanos. Usama hace acopio de orgullo y trata de mantener la compostura mientras, en silencio, continúa con el móvil pegado a su oreja. Antes de que cuelgue, todos los que estamos allí, dariyoparlantes o no, ya sabemos que se vuelve a casa. Cuando corta la llamada, verbaliza lo que ya llevaba rato gritando su rostro. No hay ningún reproche por parte de sus compañeros, todo lo contrario. Se abrazan, se despiden y se desean lo mejor mutuamente. Sus caminos se separan, quién sabe hasta cuando.
Nos quedamos con los dos vecinos de Usama, Hamada y Yussef, y con el tetuaní, Hamza. Los dos primeros se enteraron de lo que estaba pasando en la frontera por otro vecino y el último por las redes sociales. Todos entraron en la tarde del lunes. Pese a que comprenden a su compañero y le animan a volver, ellos aseguran que no tienen la más mínima intención de regresar a Marruecos. De hecho, ni si quiera piensan quedarse en Ceuta. No en vano, ni Hamada ni Yussef ni Hamza han venido pensando que iban a encontrar un trabajo, que iban a ser acogidos o que iban a recibir algún tipo de ayuda económica del Estado español; los tres manifiestan ser conscientes de que las cosas en Ceuta están difíciles incluso para los/as ceutíes.
El más predispuesto a hablar es Hamada. Nos explica que su familia está formada por su padre, su madre y sus dos hermanas y que la única que aporta ingresos económicos es su madre, que trabaja muy duro para, a duras penas, poder poner algo de comida en la mesa. Sin el mínimo atisbo de autocompasión nos relata que él ya había dejado de preguntar si había comida en casa para asegurarse de que pudiesen comer sus hermanas. Él migra porque piensa que, aunque le pueda ir mal, al menos mitiga el sufrimiento de su madre evitando que ella lo vea sufrir. No es el único de los miles de jóvenes que han estado en Ceuta en estos últimos días que ha dejado un testimonio similar.
Oyendo a su compañero, Yussef se anima un poco. Nos revela otro problema, otra espada que amenaza al frente y que sirve de acicate para querer bordear o saltar la pared fronteriza que se tiene a la espalda: quedarse en su barrio conlleva el riesgo de «enviciarse» o de buscarse problemas con las autoridades. De engancharse a las drogas o de traficar con ellas (o de ambas cosas). Nos asegura que este es un problema que afecta no solo a jóvenes como él, sino también a niños pequeños.
Hamza, el mayor de los tres y también el más introvertido, nos termina de señalar otro motivo por el que no se lo pensaron cuando supieron que «la frontera estaba abierta» y que «estaban dejando pasar»: migrar era algo que habían decidido hace tiempo y que ya habían intentado, sin éxito, con anterioridad.
La crisis de del 17 de mayo tiene múltiples aristas y estas, a su vez, provocan posicionamientos diversos en base a la identificación y la interpretación de las causas de este suceso. Sin embargo, lo que no es interpretable y sobre lo que no cabe duda alguna es que la mayoría de las 8.000 personas que se desplazaron hasta Ceuta eran personas migrantes. Podrá haber regresos «voluntarios», como el de Usama, pero entre las 6.600 personas que han sido devueltas, también hay chicos como Hamza, Hamada o Yussef que en el último sitio donde querrían volver a estar es en su tierra.