Uno desembarca en París como un inmigrante contagiado por el influjo bohemio de la ciudad de las letras. Paseando por las calles que previamente pisaron artistas callejeros, poetas y músicos de cualquier pelaje, embriagados de vida, absenta y decadencia, que habitaron exiguas buhardillas y se calentaron durante el exilio con el fraternal abrazo de los marginados.
La hermosa París sigue conservando un halo de malditismo intelectual, la ciudad donde se refugiaron los músicos de Jazz estadounidenses que huyendo del segregacionismo hallaron aquí su libertad, que fue idealizada por escritores de medio mundo de oriente a occidente, que en el 68 clamó por el cambio de paradigma mundial. Una ciudad para la reflexión y la crítica.
Una ciudad que ensalza el arte en cada esquina, taberna o club, que rinde pleitesía al cine, la literatura y sus mitos. Cubierta por un constante manto de nubes que de tarde en tarde permite entrever el Sol, cimentada sobre ríos de sangre, la historia de los millones de personas que erigieron un monumento imborrable en conmemoración propia, es una ciudad de hermosura incomparable al cabo, plagada de las más bellas estatuas y contradicciones a la orilla del Sena, encapsulada sobre sí, quizás como una probeta experimental. Dos ciudades en una donde se dan la mano el lujo y la pobreza, los restaurantes de lujo, la suciedad y las ratas.
Con un área metropolitana poblada por 12 millones de almas, esta urbe de prohombres insignes fue impulsada por Napoleón III, sobrino del autoproclamado emperador, mediante edificios portentosos y amplias avenidas con el fin de evitar la construcción de barricadas a raíz de las revoluciones de 1789, 1830 y 1848. La ciudad que Hitler quiso hacer volar por los aires vuelve a experimentar tiempos convulsos con calles atestadas de indigentes con sus fieles mascotas a cuestas e incluso familias al completo durmiendo al raso.
La ciudad del amor y la ilustración vive tiempos aciagos y muchos alzan su dedo acusando al Gobierno de Emmanuel Macron. Así la Noche de Reyes transcurre accidentada en la capital francesa a la sombra de algunos de los monumentos más emblemáticos del mundo. Durante el fin de semana se suceden la octava y novena jornadas de protestas, marcadas por el talante reivindicativo de los chalecos amarillos (o «gilets jaunes» en francés). Decenas de grafitis resumen el sentir colectivo, “somos nosotros quienes necesitamos un ángel de la guarda” reza una pintada en una iglesia. “Ya no creemos ni en el gobierno ni sus sondeos”, señala esta caricatura. Una amable señora identifica a Macron como un banquero neoliberal, alejado de los intereses del pueblo francés y del lado de las élites. Aunque esta señora no está de acuerdo con los violentos destrozos, quema de vehículos y pérdida de patrimonio histórico, sí lo está con las reivindicaciones legítimas del pueblo. El vandalismo desvirtúa la esencia de las reclamaciones y legitima el uso de la represión estatal. Este escalofrío reivindicativo recorre la espinal dorsal del país.
El movimiento está coordinado a la perfección, consolidado en sus protestas, nada más aterrizar en la capital llega un mensaje al móvil indicando el sitio y hora de la congregación. Se trata de un movimiento social heterogéneo, donde se dan cita asalariados, mujeres en busca de equiparación de derechos y pensionistas descontentos, además de otros elementos airados. Las sirenas de los coches antidisturbios inunda la explanada de los campos Elíseos, atraviesa el Pont Neuf y alcanza zonas céntricas como la del Palacio de la Ópera, helicópteros de vigilancia atraviesan una ciudad repleta de turistas y franceses absortos por los acontecimientos. La detención de un dirigente de esta resistencia ha calentado los ánimos. Han asaltado un ministerio con un tractor. Es un momento histórico del que somos testigos, el “autoritario” Macron ha reculado en la subida del gasoil y llama al orden, pide calma y ofrece diálogo. Un pulso al poder donde la sociedad inflexible reivindica su posición. El pueblo ha hablado y confía en conseguir los ansiados avances que le permitan convivir en paz y retornar a la senda de los valores aireados durante la Primera República, estandarte de su bandera tricolor.