Hay una tendencia generalizada a catalogar los continuos insultos de los sectores reaccionarios hacia las diferentes minorías como meros exabruptos nacidos de la ignorancia. El último lo ha protagonizado el líder del PP, Pablo Casado, al tildar de “partido islamista” a la formación localista Caballas. Lejos de tratarse de una anécdota o un desliz, nos encontramos ante una de las aristas que componen el elaborado discurso de la extrema derecha.
Partido Popular, VOX y Ciudadanos se encuentran hoy compitiendo por la explotación de una angustia económica que no sólo afecta a los sectores más débiles de la sociedad, como se suele afirmar en determinados análisis políticos, sino que se torna en un miedo generalizado al futuro, motivado por el hecho de que los estados han dejado de ofrecer certidumbre, seguridad, una sensación real de impulso hacia adelante. Esta realidad, ampliada por la sensación de pérdida (o probable pérdida) de las condiciones materiales de vida, va unida a lo que autores como Yascha Mounk denominan “ansiedad demográfica”, esto es, un sentimiento fuerte de ira dirigido hacia el “otro” (inmigrante, musulmán, etc.). Es aquí donde podemos y debemos encuadrar las declaraciones de Casado. Consciente de este marco discursivo, el candidato a la presidencia del Gobierno utiliza deliberadamente el término “islamista” para generar unos afectos hacia su formación que le puedan reportar votos entre un electorado decidido a defenderse de una amenaza inexistente.
Casado se ha mostrado decidido a ahondar en esa (ya clásica) retórica de la extrema derecha que advierte de una alianza islamo-izquierdista con el fin de acabar con la civilización occidental a través de una supuesta “invasión islámica” promovida por el “buenismo” del progresismo europeo. Esta idea, que hunde sus raíces en los postulados islamófobos de Bat Ye’or, quien en su libro “Eurabia: el eje euro-árabe” alertaba de una conspiración entre Europa y el mundo árabe en contra de Israel, está absolutamente instalada en el imaginario reaccionario de nuestro país. Consciente de ello, el Partido Popular, a través de su máximo dirigente, encuentra en Caballas al actor perfecto para arremeter contra la izquierda. Una izquierda que retrata sometida al islamismo, ETA, el bolivarianismo y el independentismo catalán. Todo en uno.
Por ello, cuando despachamos sus declaraciones como una simple equivocación, estamos, por un lado, banalizando un discurso que tiene un fin que no es otro que el de ganar votos a costa de explorar los más bajos instintos del ser humano; y de otro, estaríamos eximiéndole de culpa. Caemos en un error de consecuencias funestas, pues el discurso del odio sirve como base para un adoctrinamiento que luego es empleado de base ideológica para perpetrar ataques contra las minorías señaladas. Es necesario que nuestra democracia use los resortes judiciales de los que aún dispone para evitar que esta escalada de intransigencia no acabe por destruir todo lo que hemos forjado en estos años de democracia.