Estos días casi todos estamos más ociosos en casa de lo habitual. Por eso esta es la ocasión perfecta para decidir escribir a mano con pluma estilográfica sobre una libreta de papel pergamino que guardo desde tiempo inmemorial, y de paso darle mayor enjundia y solemnidad a mis palabras. Sin embargo al empezar a escribir me he dado cuenta de que era demasiado fácil, no había ese sacrificio solidario que nos caracteriza estos días a todos. Por tanto he decidido escribir sobre algo mucho más codiciado y valioso, escribo sobre un magnífico rollo de papel higiénico decorado, perfumado y de cinco capas, que se note el sacrificio.
El Trono, con mayúsculas, es un lugar de reflexión profunda. Da igual el dinero que ganemos, la cantidad de personas que nos sigan en Instagram o el cociente intelectual que creamos tener, cuando llega el momento de sentarse en el trono todos dejamos nuestras vanidades al margen y nos volvemos vulnerables, humanos. Y cuando somos humanos es cuando las reflexiones toman algún valor, algún sentido más allá del propio egoísmo.
Parece que gracias a esta emergencia todos estamos pasando por una etapa de humanidad potenciada. De repente todos nos sentimos vulnerables, como si viviésemos en un constante retrete, y nuestros instintos más nobles se han potenciado. Hay gente que se ofrece solidariamente a ayudar a hacer la compra a los mayores, a cuidar niños, a dar clases de aerobic por los balcones, a sugerirnos actividades originales para hacer en casa cuando estemos aburridos, a hacerse vídeos en Youtube mostrando lo fabulosamente responsables que son haciendo vida en casa y sobre todo a aplaudir y dar las gracias a todos los que se están preocupando por trabajar muy duro para salir de esta situación lo antes posible. Se escuchan vítores, himnos de España (para desgracia de algunos) cuando llega el ocaso y todos nos indignamos cuando algún insolidario sale a correr por las calles desiertas.
Verán, les voy a contar un secreto: vamos a morir todos. Casi con total seguridad no hoy, ni mañana, o sí, nunca se sabe. En el mundo mueren de media más de 150.000 personas cada día, lo cual supone cerca de 60 millones de personas al año. Las causas más comunes son las enfermedades cardiovasculares, los infartos, las enfermedades respiratorias, el cáncer, la diabetes, los accidentes de tráfico… El coronavirus en el mundo hasta ahora ha provocado de media (con todos los matices que supone hacer siempre una estadística con sus picos y sus descensos) unas 120 muertes diarias, prácticamente todos en pacientes especialmente vulnerables, personas mayores o con patologías previas. Hace tan sólo 100 años, en 1918, se produjo otra pandemia. La gripe española apareció de repente en la Primera Guerra Mundial y sólo en un año mató entre 20 y 40 millones de personas en todo el mundo. Se estima que en China murieron cerca de 30 millones de personas y en algunas poblaciones indígenas del Pacífico llegaron a perder al 90% de la población.
Hasta aquí los datos fríos, sin análisis.
Me pregunto si ha tenido que ser un virus no especialmente letal el que nos haga sentir el temor divino a la muerte, sobre todo en el mal llamado Primer Mundo, y deseemos hacer ver al creador que somos buenos y no nos merecemos tal castigo. Podría ser, aunque lo que de verdad nos ha afectado es el miedo.
El miedo es mucho más poderoso que cualquier virus, sobre todo cuando vemos que esta vez también nos ha tocado a nosotros. Porque esta vez no es una epidemia por virus del ébola con una tasa de mortalidad superior al 50% que se expande por Guinea, Liberia o Sierra Leona, esta vez no es una emergencia humanitaria de 6.000 personas desplazadas cada día para no morir con sus familias en algún bombardeo por la guerra de Siria hasta alcanzar más de tres millones de desplazados, esta vez no no es la llegada de más de un millón de subsaharianos huyendo del hambre y la guerra. Esas cosas les pasan a otros. Esta vez tenemos que estar en casa varias semanas viendo Netflix y salir para comprar comida y pasear al perro y es cuando nuestras conciencias han hecho click.
Ya, ya sé lo que me van a decir, que soy muy injusto en mis reflexiones. Nada más lejos de la realidad. Valoro como el que más la suerte que tengo de vivir en España, de tener el sistema sanitario que tenemos, soy consciente de la gravedad exacta, en su justa medida, de la situación que vivimos y soy el primero que cumple las restricciones y aplaude a los que están ahí para ayudarnos, se lo merecen. Es hora de ser responsables y creo que en general lo estamos siendo. Pero mientras escribo en este papel higiénico tan cuqui me doy cuenta de que probablemente el ser humano nunca haya tenido las manos y los culos tan limpios y las conciencias tan manchadas.
Y ahora, si me disculpan, voy a ver algún vídeo de los que he recibido por Whatsapp, a ver qué actividad solidaria y sostenible me recomiendan hoy.