El ser humano, hasta el momento ha permanecido en la cima de la pirámide depredadora y no existe en la actualidad ninguna criatura que le dispute el puesto. El mayor asesino de la tierra es el humano y hasta mata por deporte. El depredador mata para sobrevivir, el hombre es autodestructor y es consciente del asesinato que está cometiendo.
El ser humano se ha convertido en el voraz destructor de la fuente natural de su propia vida, en su afán por superarse y, que en cierta forma se siente un poco Dios; creador, inventor, transformador, dueño de la vida, patrón del universo, se olvida que todas las cosas en la naturaleza no están hechas por azar que, cada especie ocupa su lugar en la rueda de la vida que cada una tiene un rol.
Destruye su hábitat con verdadera saña, como si odiara la bellísima morada en la que vive, y a las criaturas que le acompañan y viven con él. Acaba con las plantas que son su abrigo, su alimento y medicina, sin el menor agradecimiento, sin la más mínima consideración. Destruye y aniquila. Bombardea la tierra y todo ser vivo que se le atraviese con fuerza destructora.
En Europa la naturaleza ya perdió la batalla frente al hombre, mientras que en nuestra América Latina todavía hoy las fuerzas naturales se oponen y luchan al avance de una civilización y que ahora muestra por todas partes su rostro destructor y depredador.
Como dice Pablo Neruda en su Canto General «esos pueblos indígenas a los que fue tan difícil conquistar, hasta el punto de que muchos de ellos prefieren la muerte en combate a la sumisión, no son simplemente habitantes de la tierra, huésped de la tierra, sino la tierra misma».
A los humanos nos tomó millones de años convertirnos en la especie dominante que hoy arriesga su propia supervivencia si no se detiene el acelerado proceso de destrucción de la biosfera. Nuestra raza humana, cada uno de sus grandes grupos y cada uno de los individuos que la formamos, deberíamos dejar llevarnos por el instinto de supervivencia de la especie para prolongar nuestra permanencia en el planeta. De eso se ha tratado a lo largo de la existencia de la humanidad.
Los que habitan la Tierra enfrentan riesgos reales y crecientes, la flora, la fauna y la humanidad. Se empeña en la destrucción social de las regiones, ataca a la especie misma, se muestra peligroso por temperamento.
El trabajo técnico y científico del hombre calienta la Tierra, el agente calorífico es el bióxido de carbono (CO2). Es consecuencia de la industria petroquímica, de la combustión de carbón, gas y petróleo, y del monóxido de carbono de los vehículos. Dados sus efectos, la temperatura ambiental del planeta aumenta, la nieve se derrite en las montañas, las áreas polares se deshielan, el nivel de las aguas marítimas sube, en las zonas templadas las personas muere de calor.
El agua, sustento de la vida, va desapareciendo, se ensucian los ríos, mares y quebradas merman o se secan. En contraste caen diluvios en amplias zonas de la Tierra. El cuadro de inundaciones, ahogados y desaparecidos es enorme. Los océanos reciben diariamente grandes cantidades de desechos líquidos y sólidos, basuras y excretas, procedente de grandes y pequeñas ciudades.
El impacto del hombre sobre la Tierra equivale a una colisión con un gran meteorito. Dadas estas condiciones, debemos declarar al planeta Tierra en estado de emergencia, proponernos su sustentabilidad e incorporarla dentro de nuestros planes, locales y globales, como área de protección integral.
El hombre busca utilizar los recursos que le brinda la naturaleza en su beneficio, y no está mal que se intervenga en cierta medida en el ciclo natural, pero es necesario siempre respetar el equilibrio interno elemental de la vida con el medio ambiente.
La Tierra no habla, pero se manifiesta y ha dicho «hasta aquí». Es el momento de reflexionar de preguntarnos si somos buenas o malas personas, si somos verdaderamente solidarias, si realmente pensamos en el prójimo, porque este S.O.S que nos ha lanzado nuestro planeta debería llevarnos a pensar qué estamos haciendo día a día.
José Carbonell Buzzian