Recientemente, hemos conocido los datos sobre la pobreza en nuestro país, y Ceuta, de nuevo, alcanza la tasa de riesgo más alta. Cuatro de cada diez ceutíes viven bajo los umbrales de la pobreza, y la cifra se eleva a seis de cada diez cuando analizamos las contingencias “imprevistas” a las que debe hacer frente una familia media, por ejemplo, la enfermedad de algún miembro. Los datos dibujan una ciudad dividida en dos bloques (casi simétricos demográficamente) donde pertenecer a uno de ellos marca la diferencia entre la opulencia o la más auténtica miseria. No parece haber un término medio: en Ceuta, o vives muy bien, o simplemente sobrevives.
Si bien estos datos no son nuevos y que con simplemente pasear por las barriadas de la ciudad uno se percata de que, indudablemente, existen “dos Ceutas”, no son pocos los que niegan que los niveles de pobreza registrados coincidan con la realidad. Por otro lado, una buena parte de quienes no lo niegan, afirman que el reparto desigual de la riqueza no obedece a una distribución también desigual del trabajo y de los puntos de partida, sino que, más bien, determinados criterios culturales, como la ausencia de un espíritu de sacrificio personal, de iniciativa individual o de adaptación a los cambios a través de la formación personal, habrían posibilitado la aparición de una “clase perdedora” que, en cierta medida, tendría lo que merece. Recordemos que estas tesis han sido abiertamente defendidas por un PP ceutí que no ha tenido inconveniente alguno en señalar a sus propios conciudadanos como personas que “no se adaptan” y que “no se levantan a trabajar”.
A menudo, suele situarse el origen de esta exacerbada desigualdad local en la crisis del 2008, pero lo cierto es que, aunque la “estafa” financiera internacional está reconfigurando un modelo económico adaptado a las nuevas necesidades de los acumuladores de capital, en Ceuta las cosas vienen de tiempo atrás. El excedente militar, la mano de obra barata para la reconstrucción de la Ceuta moderna que quedó sin trabajo, ha sido determinante para dibujar geográficamente el mapa de la desigualdad. Sí, esa “clase perdedora” se ubicó al margen de la ciudad porque sólo ahí se le permitía estar y, con el paso del tiempo, lo que fue un trazado espontáneo, pero que obedecía a la necesidad de estar sin ser visto, nos ha impuesto un modelo de ciudad en el que la segregación y la desigualdad son la norma. Un dato que apuntala este hecho diferencial: si analizamos los datos de pobreza en zonas del Príncipe o de Patio Castillo, nos encontramos con que el riesgo de ser pobre en ellas se eleva hasta el 65%, veintisiete puntos por encima de la media local. Una absoluta aberración.
Es verdaderamente preocupante el hecho de que algo tan dramático, como es tener a una sociedad así de fraccionada, no genere al menos un estado de indignación generalizado en la sociedad (entre quienes no tienen, pero también entre los que tienen). Resulta asombrosa nuestra capacidad de hacer admisible lo que es realmente intolerable. Sin embargo, lo más inquietante no es esta enorme tolerancia ante el fracaso de nuestra sociedad. Al fin y al cabo, eso es la hegemonía, la despolitización y naturalización de lo que es puramente político y opcional. Lo más llamativo, decíamos, reside en como una condena se ha convertido en virtud.
Ceuta (como micro-sistema), recurriendo a la idea de acumulación por desposesión de David Harvey, ha visto una oportunidad en nuestra pobreza, y lo ha hecho mercantilizando ámbitos antes cerrados al mercado. La gerencia misma de la pobreza es uno de sus grandes logros: hay toda una administración que depende de la pobreza y toda una red clientelar que también se nutre de ella, por no hablar de los efectos inmediatos que tiene esta división social, tales como la precarización de los sistemas sanitarios y educativos (lo que ha generado una explosión en la oferta sanitaria privada y la elevación de la demanda en la educación concertada), así como la externalización de la protección social o de servicios básicos bajo diferentes figuras jurídicas. En este nuevo modelo adaptativo, todo es aprovechable, todo es susceptible de un beneficio. Mientras tanto, esas personas que sufren la pobreza y que, por una especie de defensa hedonista intentamos invisibilizar, siguen ahí, perdiendo. Y eso es tremendamente peligroso.