Jorge Bucay escribió que “Hoy, a mí lo que más me preocupa, por encima de la situación económica, es la violencia. La violencia en todas sus manifestaciones, desde la guerra a la intolerancia”. Y ciertamente vivimos en un contexto inmerso en la intolerancia. Desde hace lustros, se ha asociado la intolerancia a una ideología política y, parece ser, todo lo que sea una manifestación contra esa ideología es una manifestación contra la intolerancia, aunque sea mediante el ejercicio más extremo de la propia intolerancia. Esta paradoja se puede, obviamente, contextualizar dentro del marco sociopolítico actual y su devenir histórico. Pero sería incongruente y políticamente irresponsable limitarlo ahí.
Un análisis básico y superficial, que es cuanto puede ser analizado en una breve exposición como esta, y obviando la consecución de hechos que, desde la revolución industrial hasta nuestros días, han configurado un nuevo modelo social cuyas turbulencias han precisado constantes modificaciones y han dado lugar a, si bien no tácitamente a las ideologías modernas, sí a las bases que las sustentan o, al menos, sí a los parámetros sobre las que se las juzga.
No nos engañemos. La propia inercia de la evolución social y de las sociedades, desde que dejamos de ser cazadores-recolectores y se liberó parte del esfuerzo humano en la configuración de una personalidad social, han existido, en mal término, conservadores y progresistas, aunque, hoy día, progresista suponga a progreso lo mismo que carterista a cartera. Desde los “optimates” y “populares” de la antigua Roma, que también medían su fuerza en los extremos del Coliseo. Podemos afirmar entonces que, en el momento actual, vivimos inmersos en un contexto sumido en la intolerancia extrema.
Ya Platón definía las sociedades como una fluctuación que pivotaba sobre el vórtice de la Polis entre los extremos de tiranías y democracias (donde estos conceptos hacían referencia a la libertad y opresión, realmente, y no al modelo de gobierno), donde se pasaba de un extremo a otro consecutivamente, y no le faltaba razón. En toda masa social se imponen grupos de poder que tratan de mantener ese poder en constante contraposición de grupos subyugados que luchan por desenrocar esa posición. Este planteamiento, si prospera, no da sino una consecución inversa de ese proceso cíclico, como hemos visto en Cuba o Venezuela. En mi opinión personal, la separación de poderes y la creación del estado de derecho han sido las únicas medidas capaces de desacelerar esa fluctuación tiránica y ese ciclo de luchas de poder.
¿Por qué entonces, me atrevo a afirmar que vivimos en una tiranía? En las últimas décadas, una serie de movimientos ilegales pero legítimos se tornaron absolutamente necesarios y, el peso de su legitimidad, terminó por imponerse en las sociedades occidentales. La lucha contra el racismo, los movimientos sindicales, la condición sexual o los movimientos feministas constituyeron una pieza clave en el molde de las sociedades modernas. La segregación racial, la ilegalidad de la práctica homosexual, las condiciones laborales abusivas, o el sufragio universal excluyente eran manifestaciones empíricas de un contexto de desigualdad que no podía tener lugar en un estado de derecho. Sin embargo, al más puro estilo platónico, estos movimientos liberadores derivaron en grupos de poder que, sobre una idea legítima, terminaron constituyendo su antítesis. Movimientos legales pero ilegítimos. No es este un alegato en contra de estos movimientos, sino más bien en favor de la prevalencia de su idea original. Es decir, de la búsqueda real de justicia e igualdad.
Una vez generados grupos de poder sustentados en estos axiomas de la justicia social, hordas de paniaguados se han convertido en la antítesis de su alma mater para justificar precisamente haberse convertido en la contraposición de su razón de ser, y hacer de la victimización su núcleo. No es necesario hablar de la actitud de los sindicatos, de su incidencia en la vida del trabajador, o de los “logros” que han conseguido en los últimos años para el conjunto de los trabajadores. Más bien han devenido en una pseudomafia “low cost” que vela por colocar a los suyos en puestos de poder. ¿Cuántos de vosotros habéis tenido que afiliaros a un sindicato porque si no “no entráis en X puesto?
Tampoco hay mucho que comparar si asumimos que las luchas legítimas de las primeras feministas, herederas de la ilustración, de la primera ola, y de las cuales VOX es heredero, que luchaban por elementos tan básicos como el sufragio universal real, y, en definitiva, por la igualdad ante la ley, poco tienen que ver con las que hoy día se subrogan ese apelativo, buscando la igualdad mediante la ley, y lloran por las esquinas por lo horrible que es tener que oír “todas”, en vez de “todes”, o porque los varones orinen de pie, o corretean por las calles con las axilas bien “nutridas”, al grito de “al abortaje”. Eso sí, con los bolsillos llenos de “millonas de euras” para justificar ese llanto.
No es de recibo tampoco que, una lucha legítima, y que además, gracias a nuestra CE, en su artículo 14, nos garantiza que no habrá “discriminación alguna” (sí, “alguna”, ni positiva ni negativa. Como si la discriminación no tuviera siempre un componente positivo y otro negativo). Pero que si eres, entre otras cosas extranjero o de una minoría étnica, tienes beneficios por ser de “riesgo de exclusión social”.
En definitiva, y desde que el PSOE, en el momento en el que Rodríguez Zapatero ganó la secretaría de su partido en el año 2000, la izquierda española se plegó por completo a los intereses del marxismo cultural convirtiendo al “progresismo” español en una mera extensión de las oligarquías imperantes, y, sobre todo, subvencionadas, cambiando el propio concepto estadista de la izquierda, e hipotecando, hasta tal grado el sentido de la lógica de estado, e incluso de la más elemental lógica social, que podemos decir que es la propia izquierda española la que ha alimentado y lustrado a la derecha emergente.
¿Quién es, pues, en la actualidad, custodio y maestro en la práctica de la intolerancia?