“Considero más valiente al que conquista sus deseos que al que conquista a sus enemigos, ya que la victoria más dura es la victoria sobre uno mismo”. No está mal como comienzo esta cita de Aristóteles para sintetizar una de las bases de su pensamiento y que constituye, a su vez, una verdadera conditio sine qua non para las “tres patas del banco” de la civilización occidental: La filosofía griega, el derecho romano, y el humanismo cristiano.
Desde que Sócrates mutara la filosofía griega de sus conceptos cosmológicos a los ontológicos que alcanzaron su zenit con Platón y el mismo Aristóteles, este último constituyó una piedra angular que fue la verdadera semilla de estas tres joyas, la eudaimonía, o felicidad individual, como bien supremo del ser humano, en contraposición a la naturaleza funcional del tribalismo colectivista. Esta condición no es un antagonismo de su carácter social/empático como zoon politikon sino más bien un factor mediático que pretende ser sinérgico como vía de obtención de esa eudaimonía colectiva a través del individuo, y su “tabla de virtudes aristotélicas” (el germen de la cita “en el término medio está la virtud”). Sobre esto precisamente trata la cita inicial. La lucha constante contra uno mismo como entidad propia que siempre constituirá un proceso de mejora que, como animales empáticos que somos, redundara en el beneficio grupal. Un objetivo que otros pueblos cercanos, como los celtas, buscaban bajo el abrigo del triskel, grecizado triskelion, y su tríada cuerpo-mente-espíritu y la necesidad de su desarrollo complementario, en este caso desde nuestra actividad política favoreciendo el sincretismo de sus procesos sociohistóricos.
Este pensamiento, que generó el derecho ático griego, no pudo sino inspirar a sus pragmáticos sucesores romanos, que utilizaron ese diké para crear (con su carácter primitivo y depurable) el derecho romano que pretendió dar entidad jurídica a los conceptos ontológicos griegos como una forma de evitar la degeneración de los modelos sociales de los que el mismo Aristóteles hablaba en sus seis formas de gobierno, en su relación generación-degeneración (monarquía-tiranía, aristocracia-oligarquía, democracia-demagogia). Desde que Santo Tomás de Aquino recuperara para occidente la sabiduría aristotélica, en gran parte gracias a la acción custodia y al estudio minucioso que los primeros musulmanes (Averroes, Avicena, Al-Farabi…) en expansión ejercieron al expandirse por oriente medio, y gracias a los cuales no se perdió gran parte, y la pusiera al servicio del cristianismo, después de un período en el que el pensamiento clásico fue denostado por una mezcla de desconocimiento y atribución de un carácter pagano que el modelo unificado de San Agustín de Hipona, que imperó en la edad media, no podía tolerar, se plantó la semilla de ese humanismo cristiano. Semilla que los papados de Nicolás V y Pío II afianzaron, y el florecimiento de las universidades y los mecenas difundió.
El humanismo español tuvo importantes exponentes como el teólogo Antonio de Lebrija, gran difusor del español del que llegó a decir que “siempre la lengua fue compañera del imperio”, ya que pensaba en el idioma como elemento unificador, y al que al final el tiempo ha dado la razón. Este humanismo cristiano característico cobra más sentido en sí en su nombre ya que sustituye el carácter antropocentrista propio de esta doctrina filosófica, con un carácter cristocentrista. Es por eso que da una condición satírica del hombre, posteriormente, ya que sus expresiones se suscriben en la constante comparación con el referente inalcanzable que constituye el propio Jesucristo.
En una semana tan señalada como la Semana Santa, una de las fiestas más importantes de la nación española, y en un contexto donde la identidad nacional es denostada y atacada, paradójicamente y de forma orwelliana bajo la bandera de la “diversidad” y bajo el amparo del insulto “ad hominem”, no está de más hacer un brevísimo recorrido sobre la evolución de quienes somos, y por qué somos… mientras aún sigamos siéndolo.