A raíz de la presentación de la proposición de Ley Orgánica de los Grupos Parlamentarios Socialista y Unidas Podemos por la que se modifica la Ley Orgánica del Poder Judicial para el establecimiento del régimen jurídico aplicable al Consejo General del Poder Judicial, se abre un capítulo más en la historia de desencuentros entre el Parlamento y el Consejo en funciones.
El Tribunal Constitucional, a propósito del recurso de inconstitucionalidad contra diversos preceptos de la “Ley Gallardón” que modificaba la Ley Orgánica del Poder Judicial (Sentencia 191/2016, de 15 de noviembre), ya tuvo ocasión de clarificar esas siempre complejas relaciones. Relaciones que varían en función de la sintonía existente entre la mayoría de las Cámaras Legislativas y la del Órgano de gobierno de la Judicatura.
El Consejo General del Poder Judicial –afirma el supremo intérprete de la Constitución- es una institución “no subordinada a los demás poderes públicos”, en general, de manera que sus vocales, ya en concreto, no pueden ser vistos como “delegados o comisionados” del Congreso y del Senado, por más que a una y a otra de estas Cámaras corresponda, por imperativo constitucional, la designación de parte de aquéllos y hoy, en opción legislativa que en su día este Tribunal juzgó no inválida (frente a la elección por los propios jueces), la propuesta para el nombramiento de todos los integrantes del órgano. Los vocales del Consejo no están ligados por mandato imperativo alguno, de tal manera que el Consejo, independiente sin duda del Gobierno, lo es también respecto de las Cortes Generales, sin que entre aquél y éstas medie “una vinculación de dependencia política” que el constituyente también quiso evitar.
Y precisamente al analizar los artículos de la “Ley Gallardón” que tratan de eliminar las situaciones de bloqueo en la renovación del Consejo, el Tribunal Constitucional establece una serie de consideraciones de interés sobre los márgenes de que dispone el legislador en la configuración de los órganos constitucionales. Dicho bloqueo, por cierto, es visto por el Alto Tribunal como una razón para introducir reformas en la Ley Orgánica del Poder Judicial a fin de paliar los negativos efectos de esta anomalía institucional.
La Constitución regula de modo fragmentario e incompleto el Consejo General del Poder Judicial. En consecuencia, el legislador dispone de un margen de libertad, como hizo la “Ley Gallardón” con la posibilidad de renovación parcial del Consejo, “para atender a eventualidades que, por anómalas o atípicas que sean, pueden llegar a verificarse y que no fueron objeto de expresa prevención por la norma fundamental”.
El retraso en la renovación del Consejo es habitual, especialmente cuando el nuevo debe reflejar un cambio de mayoría parlamentaria. Últimamente, en nuestra reciente historia constitucional, esos retrasos se prolongan en el tiempo superando los dos años. El actual, que ha sido denunciado por la Comisión Europea en su Informe sobre la calidad del Estado de derecho en España, tiene el dudoso honor de batir la marca de la renovación de noviembre del 2006 y protagonizada por la misma fuerza política. Es a todas luces evidente que no estaba en la mente de los padres de la Constitución dar respuesta a prolongadas situaciones de interinidad a que está siendo sometido el Consejo. Como tampoco lo estaba el bloqueo en su renovación.
Sobre el contenido de la reforma, basta hacer una simple comparación con las limitaciones que afectan a los otros poderes del Estado cuando se hayan en funciones. Expirado el mandato o en caso de disolución del Congreso de los Diputados y del Senado son sus Diputaciones Permanentes las que ejercerán unas “funciones limitadas”. Del mismo modo, el Gobierno cesante continúa en funciones hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno, con las “limitaciones establecidas en la ley”. No hay razón pues para que el Consejo General del Poder Judicial sea el único de los tres que continúa ejerciendo con plenitud sus funciones tras finalizar su mandato. Y es indudable que esta opción legislativa, se comparta o no, es factible y plenamente ajustada a la Constitución, sin que pueda entenderse como un ataque al Poder Judicial. Antes al contrario, el legislador está actuando en el ejercicio de sus competencias.
Superados los dos años de interinidad, tras un mandato de cinco, solamente cabe esperar de quienes están al frente del Consejo que se abstengan de tomar decisiones que puedan comprometer a quienes les han de relevar y actúen con exquisita prudencia, eludiendo polémicas y conflictos con otros poderes del Estado. El daño que está provocando este bloqueo político al Poder Judicial, necesitado como ninguna otra institución de credibilidad, es irreparable. Y como ha destacado el Consejo de Europa, estas situaciones anómalas confirman la importancia de asegurar que el Consejo General del Poder Judicial no sea percibido como vulnerable a la politización, talón de Aquiles de la justicia española a los ojos de sus ciudadanos. Es por ello una tarea inaplazable su inminente renovación.