POR: ELENA G RUIZ
En ‘El cuerpo deseado’ Andrea García-Santesmases Fernández une esfuerzos para que los feminismos muestren interés y se sientan interpelados por las violencias que genera el capacitismo
Andrea García-Santesmases Fernández es socióloga, antropóloga y feminista. Recientemente, ha publicado el ensayo El cuerpo deseado: la conversación pendiente entre feminismo y anticapacitismo (Kaótika, 2023).Vinculada desde hace años al Movimiento de Vida Independiente, ya había escrito largo y tendido sobre el tema anteriormente. Llegó al anticapacitismo “un poco por casualidad”, cuando la contrataron, al acabar Sociología, para realizar una investigación sobre inclusión educativa de alumnado con diversidad funcional. Al principio, eso de la “discapacidad” le pareció un tema “aburrido” porque quería investigar temas “políticos” que “tuvieran que ver con el feminismo”; ahora se ríe al recordarlo. Pronto se dio cuenta no solo de la conexión teórica entre los estudios de género y los estudios críticos de la discapacidad, sino de la conexión vital y activista entre feminismo y anticapacitismo.
Un par de años después de esa primera investigación, puso cuerpo y teoría en Yes We Fuck!,un documental sobre la sexualidad de personas con diversidad funcional y proyecto en colaboración con el que realizó su tesis doctoral. Con su último ensayo, El cuerpo deseado, une esfuerzos para que los feminismos muestren interés y se sientan interpelados por las violencias que genera el capacitismo sobre los cuerpos y la organización de la vida y de los cuidados.
Empiezas el libro con el caso de Chloe Jennings-White: “Una científica británica licenciada en Cambridge que decidió ‘salir del armario’ y explicar públicamente que vivía en un ‘cuerpo equivocado’ y que su ‘verdadero cuerpo’ era uno parapléjico en el que sus extremidades inferiores no tuvieran sensibilidad y movilidad”. Un caso que ha sido reportado por numerosos medios de comunicación. ¿Por qué empezar el libro así?
El libro aborda cinco temas candentes entre feminismo y anticapacitismo: la identidad de género, la organización social de los cuidados, la producción y subjetivación de la violencia, la reivindicación de la sexualidad, y la politización de la diferencia. Todos ellos suelen quedar relegados, desde una perspectiva anticapacitista, al final del etcétera interseccional. Esta perspectiva no tiene un espacio protagonista en las discusiones feministas ni en las discusiones de la izquierda en general. Creo que, en gran parte, se debe a que hay un sentido común instaurado, facilón, que afirma “por supuesto, todos somos iguales” y, en consecuencia, “las personas con diversidad funcional deben de tener los mismos derechos”. Y la conversación sobre capacitismo se ventila como una cuestión de recursos económicos y prestaciones sanitarias que poco tiene que ver con otras luchas políticas. Para mover ese sentido común, deseos como el de Chloe, que se denominan wannabe o transabled, son idóneos ya que apuntan a preguntas visceralmente incómodas: ¿se puede desear la discapacidad? Más aún, ¿es imaginable desear encarnar un cuerpo dependiente?
Y es, además, una mujer científica.
Que sea científica lo menciono intencionalmente porque despeja las dudas sobre su potencial ignorancia en torno a los efectos médicos del cambio corporal que solicita. Y que sea mujer me interesa porque, tal y como analizo en detalle en el libro, la diversidad funcional pone en jaque las categorías de género. Este caso plantea que el anticapacitismo no solo interpela a los feminismos en relación con los cuidados y la vulnerabilidad, sino también en torno al género. ¿Qué feminidad es normativa, cuál no? Lo tenemos muy pensado desde las disidencias de género, sexual, pero ¿qué pasa cuando un cuerpo decide encarnar una feminidad no normativa desde la discapacidad?
Precisamente, en el libro planteas cómo la marca de la discapacidad borra el género.
Más que borrar el género, lo difumina. Monique Wittig planteaba que “las lesbianas no son mujeres” aludiendo a que la categoría mujer solo tiene sentido dentro de la heteronorma. En ese sentido, cabría plantear: ¿las discapacitadas son mujeres? Su posición está atravesada por el sistema de género, pero también por el de capacidad obligatoria. Y ese es el desafío del libro: analizar cómo interseccionan patriarcado y capacitismo. Para hacerlo, recurro a ejemplos de la cultura pop y de la industria cultural (pelis, novelas…) y, por ejemplo, analizo los casos de la modelo con síndrome de down Madeleine Stuart y la cantante amputada Viktoria Modesta.
De hecho, hablas del género como performance capacitada. ¿A qué te refieres?
Para que la performance de género sea legible, vivible, y no genere la violencia que genera la ilegibilidad del cuerpo, tiene que ser una performance exitosa en términos de capacidad. En ese sentido, tenemos muy clara toda esta reflexión desde lo queer: la legibilidad de un cuerpo depende de la coherencia entre sexo-género-sexualidad. Pero el libro plantea que también el eje capacidad/discapacidad marca la legibilidad de un género y de un cuerpo. Un hombre que babea y no habla correctamente genera una distorsión porque la masculinidad va de la enunciación, la razón, el intelecto. O pensemos en Pablo Echenique: nadie le acusaría de ser un “macho alfa”. Los insultos que recibe se mofan de que “le limpian el culo”, es decir, que no es un hombre “hecho y derecho”.
¿Entonces, el anticapacitismo amplía el foco al feminismo no solo en cuestiones de identidad, sino también en aquello que tiene que ver con lo material, en cómo organizar y distribuir los cuidados?
Exactamente. El anticapacitismo no solo pone en cuestión la manera tradicional de concebir el sujeto político del feminismo, sino cómo, aun hoy, se defiende organizar los cuidados desde posturas dudosamente feministas como pedir más residencias. Los feminismos siguen pensando desde la posición de la mujer cuidadora, que quiere liberarse de esa “carga”, sin tener en cuenta la agencia y subjetividad de la persona cuidada.
Desde los feminismos se habla mucho de la vulnerabilidad, de los cuidados, malestares. Pero tú expones que la vulnerabilidad estremece al feminismo. ¿Por qué?
Concretamente, lo que estremece es la dependencia, la propia palabra asusta y más aún su encarnación: el pensarnos como cuerpos potencialmente dependientes de otros. Cuando hablamos de cuidarnos entre todas, de generar espacios de cuidados colectivos… hay un límite físico y una dificultad para imaginar y encarnar cuidados que tienen que ver con el sostenimiento físico diario, que no pueden depender de la buena voluntad ni de las ganas de las personas.
Y en este punto, entra uno de los reclamos de la lucha anticapacitista: la asistencia personal como herramienta para la autonomía, contra el sistema de residencias y para que no dependan los cuidados de familiares ni de la buena voluntad. Justo Elena Prous, activista que se denomina coja, lisiada, tullida, diversa y en ocasiones dispersa, en su blog La Incontenida, escatologías de una coja indigna, pone sobre la mesa cuestiones sobre lo que ocurre con la asistencia personal, más allá de la herramienta. Y habla de los cuidados como tabú y del desgaste que supone.
El Movimiento de Vida Independiente ha reivindicado la asistencia personal (AP) como la herramienta que libera de los cuidados y de instituciones tradicionales, pero la perspectiva feminista es fundamental, también, para abordar esta cuestión. Tú has trabajado como AP y sabes perfectamente que no se puede plantear como un trabajo cualquiera. Si estás currando de camarera o de profesora, puedes faltar un día si no te encuentras bien. Pero si como AP te encuentras mal y no vas a trabajar, la persona con la que trabajas no podrá levantarse de la cama. Como apunta Elena, ¿cómo se sostiene la asistencia personal a nivel material y emocional y qué desgastes conlleva para la persona con diversidad funcional que la contrata? Al mismo tiempo, una de las investigaciones que recoge el libro se basa en entrevistas con asistentes personales y sus relatos muestran la complejidad de su tarea: se trata de un trabajo corporal, en el que tienen que poner el cuerpo de una determinada manera para estar y, al mismo tiempo no estar presentes en la cotidianidad e intimidad de la persona con diversidad funcional.
¿Por eso es interesante que el anticapacitismo y feminismo se pongan a charlar en estos términos, para ampliar los marcos sobre qué significa vulnerabilidad y cuidados?
Exacto. Y esto también afecta a la discusión sobre violencia que abordo en el capítulo tres. Cuando se piensa cómo prevenir las violencias machistas se ha trabajado mucho, por ejemplo, en la deconstrucción del amor romántico. Pero prácticamente no hay relatos o herramientas cuando se depende no emocionalmente o económicamente de alguien, sino físicamente. De que este tío te levante de la cama o te ayude a ducharte. La violencia, en estos casos, no la ejerce tanto la pareja o expareja como el cuidador, sea profesional o no profesional. Para entender estas violencias es imprescindible una mirada interseccional, así como escuchar las voces de las mujeres con diversidad funcional y sus estrategias de contestación y resistencia. En el libro cada capítulo comienza con un caso mediático y el de violencia lo hace con el de Stephen Hawking. Y me pregunto, ¿cómo es posible que un hombre blanco hetero cis famoso y prestigioso fuese maltratado durante años, presuntamente, por parte de su mujer? Solo podemos atisbar los cauces de esta violencia si tenemos en cuenta la confluencia entre patriarcado y capacitismo. Asimismo, precisamos estas lentes para pensar críticamente sobre otro caso que recoge el libro: el de Damian Abad, exministro de Discapacidades francés, acusado de violencia sexual, que asegura que su corporalidad le exime no ya de haber perpetrado los crímenes que se le imputan, sino si quiera de haberlos podido, hipotéticamente, cometer.
¿La discapacidad pone en jaque al cissistema?
Pues un poquito sí porque descoloca las categorías de género. Y, con ellas, las de sexualidad. De ahí lo interesante y necesario de abordar discusiones contemporáneas, como la del consentimiento sexual, en clave feminista y anticapacitista. Solo con asomarse al tema de la asistencia sexual, se bambolean prejuicios y certezas sobre el derecho al sexo o al placer.
¿Cómo se está recibiendo el libro y las cuestiones que planteas en él?
Me ilusiona que el libro está interesando mucho al activismo de la diversidad funcional, sobre todo a las mujeres, pero me preocupa que no suscite ese mismo interés en los feminismos. Por eso estoy contenta de esta entrevista en Pikara Magazine. Parece que este debate interpele solo a los anticapacitismo, y hablo en plural porque hay muchos: de lo más crip y tullido, a lo más institucional. Pero yo no pretendo ser la representante de lo disca, ni mucho menos, además no encarno la diversidad funcional. Lo que quiero es plantear una conversación que considero urgente, también, para los feminismos.
Nos incumbe.
Por supuesto, pero hay un cierto pudor a abordar estos temas. Creo que tiene que ver con los esencialismos identitarios, con que a veces la gente no se atreve a opinar porque hay que hablar en primera persona. Como si solo nos debiera importar lo que nos pasa específicamente a cada una. Y la enunciación en primera persona es fundamental, pero no puede ser la única. Concretamente, en el caso del anticapacitismo, ¿qué pasaría entonces con las diversidades que tienen que ver con lo intelectual, con dificultades con el lenguaje, donde no va a haber nunca esa enunciación en primera persona poderosa y reivindicativa? El libro analizo casos como el de Ashley X y Martin Pistorious, que sufrieron experiencias de violencia terroríficas, que no pudieron narrar ellos mismos.
Entonces, ¿se trata de generar nuevos marcos, referencias, de dar visibilidad a opciones que ya existen, en alianza entre el anticapacitismo y los feminismos?
Creo que eso es fundamental, que existan opciones materiales y otras referencias culturales. Sobre la posibilidad de politizar la diferencia funcional trata el último capítulo del libro que aborda la cuestión de la identidad: si hay una identidad disca-tullida, si hay una identidad discapacitada… Si la única identidad es un diagnóstico externo que nombra y con el que hay que pelearse. Yo vengo de haber estado en un proyecto como Yes We Fuck!, y de un activismo que se apropia del estigma y se denomina cojo o tullido. Pero esta autoidentificación no tiene nada que ver con la de personas que acaban de recibir un diagnóstico o sufrir un accidente. Lo he visto en mi última investigación: una etnografía con chicos jóvenes que, tras un accidente reciente, se habían quedado en silla de ruedas. Su malestar tenía que ver con la dificultad de adaptarse a su nueva corporalidad pero, sobre todo, con el cambio de mirada y de contexto. Vivían en unos pisos con apoyos, para personas que precisan cuidados diarios. Y me contaban, por ejemplo, que una amiga fue a visitar a uno de ellos y el portero le pregunto “¿eres su asistente?”. No se le pasó por la cabeza que pudiera ser su amiga, o su novia, es decir, el marco esperable era el de los cuidados. Ese chico era, ante todo, un cuerpo dependiente. Y cuando la única imagen que se tiene en mente de ese tipo de corporalidad es Ramón Sampedro pidiendo la eutanasia, mal vamos. Por eso es importante empezar a construir y visibilizar referentes, como Oyirum o Bob Pop, que hagan otras lecturas de las condiciones corporales catalogadas como “indeseables” o, incluso, “insoportables”. Y ahí las proclamas feministas como “mi cuerpo es un campo de batalla” tienen más vigencia que nunca.
Aquí puedes leer el artículo original, publicado en Pikara Magazine: “¿Se puede desear la discapacidad?”