Recientemente he tenido ocasión de ver un vídeo en el que un caballero ponía en perspectiva las enormes desgracias que soportamos hoy en día con las medidas de confinamiento, mascarillas y distanciamiento social, los cierres de negocios, los ERTES, los meses de trabajo intenso de muchos profesionales de la salud y otras calamidades en relación a lo que han vivido nuestros abuelos. Es una comparación un poco injusta, lo reconozco, porque para una persona que está sufriendo ahora los efectos de esta pandemia no le parecerá ninguna tontería y sus quejas pueden estar justificadas. Pero quiero compartir con ustedes esa reflexión.
Nos encanta quejarnos. Da igual de qué, la cosa es quejarse. Todos tenemos algo de lo que quejarnos, y si por alguna extraña casualidad se solucionara el motivo de nuestra queja, buscaríamos otra cosa. Tenemos mucho donde elegir, para algo consagraron en la Constitución nuestro derecho a expresarnos libremente.
Pero lo más importante y lo que ha elevado la queja a categoría superior, casi a nivel de deporte olímpico, es que tenemos los medios y los canales adecuados para hacerlo. La visibilidad que nos da Internet, las redes sociales y la telefonía móvil es tan abrumadora que ¿qué podríamos hacer con tanto poder en nuestras manos si no es quejarnos? Bueno, también podemos hacer postureo, es decir, lo que siempre ha sido presumir y fingir ante los demás que somos mejores de lo que realmente somos, otro firme candidato a actividad profesional con futuro.
Sin embargo la queja y el postureo, aunque liberadores y terapéuticos, no nos conducen a nada que nuestros abuelos consideraran de provecho. También es verdad que ellos no se podrían imaginar que un “influencer” pudiera volverse millonario haciéndose fotos y poniendo posturitas, por tanto ¿qué sabrán ellos?
Verán, para alguien que nació en el año 1900, cuando cumplió 14 años tuvo que sufrir una Guerra Mundial. A los 18 años ya habían muerto según cifras oficiales más de 20 millones de personas en el mundo y muchas más fallecieron por culpa del hambre. Cuando esa persona cumplió 18 años se desató una pandemia, la gripe española, donde murieron unas ¡¡50 millones de personas!! en todo el mundo. Al cumplir 29 años, a duras penas recuperándose aún de los efectos de la guerra, se produjo el crack de la bolsa de Nueva York y la Gran Depresión se cebó en la economía mundial. Cuando cumplió 33 años, el partido Nacional Socialista Alemán obtuvo el poder y Hitler fue nombrado canciller. Al cumplir 36 años se desató una guerra civil en España que duró hasta que tuvo 39 años, con más de medio millón de muertos directos por la contienda. A esa edad, con el país destrozado, comenzó la Segunda Guerra Mundial. A los 45 años finalizó la Guerra y, en plena dictadura, tuvo que enfrentarse a la posguerra y al hambre. No fue hasta que cumplió 75 años que no pudo empezar a soñar con la esperanza de una seguridad democrática que se materializó al cumplir 78 con la Constitución y las garantías de un estado de bienestar. Finalmente, con 81 años tuvo el susto de un conato de golpe de estado. Esa persona, abuelo de muchos de nosotros, probablemente falleció antes de que despuntara el siglo XXI, habiendo contemplado cómo se diezmó una gran parte de la población mundial, cómo sufrió hambre, cómo se intentó ganar la vida sin tener una educación y sin seguridad de nada, careció de una sanidad pública de calidad hasta su vejez y cómo, a pesar de todo, sobrevivió, levantó un país junto a su generación y crió a nuestros padres para que podamos estar aquí hoy, quejándonos de todo junto a nuestros hijos.
No estoy seguro de si llevar ya ocho meses sufriendo restricciones a la movilidad, con muchos negocios en dificultades, sin poder hacer un viaje de placer, llevando mascarilla o con los sanitarios haciendo un sobreesfuerzo para mitigar la pandemia, y lo que nos queda hasta que la vacuna se empiece a distribuir, está al mismo nivel de dramatismo que el día a día de sólo los últimos cien años. Cuando vemos las noticias parece que sí, que los medios de comunicación, periodistas, los opinadores profesionales, tertulianos y politólogos se empeñan en resaltar que es la peor situación vivida por la humanidad en el último siglo.
Sin embargo me pregunto qué habrían pensado nuestros abuelos sobre estos sacrificios, qué pensarían sobre la legitimidad de nuestras quejas, sobre las críticas descarnadas que hacemos con comentarios y vídeos desde nuestros móviles mientras estamos sentados en el sofá viendo Netflix, sobre que podamos llamar a una ambulancia cuando la necesitamos y nos lleven a un hospital en el que nos alarmamos porque durante el último mes ha habido un porcentaje de ocupación UCI muy elevado. Me pregunto si ellos tuvieron la posibilidad de tener una cobertura social adecuada para momentos de necesidad como este, si tuvieron ayuda de algún tipo o si simplemente trabajaron, se esforzaron y dejaron las quejas para los momentos en los que no estaban demasiado ocupados en sobrevivir.
Me pregunto tantas cosas que es absurdo hacerlo. Nuestra vida, afortunadamente, es muchísimo más cómoda y segura, a pesar de la pandemia y a pesar de los fallecidos.
Por eso, cuando veo disturbios en las calles de gente que, dentro de su libertad de expresión, protesta por las restricciones, por los horarios o por el confinamiento, cuando veo a gente que se niega a llevar mascarilla y echa la culpa al sistema o a tal o cual partido político, cuando veo a gente que, en definitiva, es incapaz de asumir un mínimo de responsabilidad individual y colectiva para superar una situación difícil, me pregunto si el esfuerzo de nuestros abuelos ha merecido de verdad la pena. Es posible que sí, que a pesar de todo el esfuerzo de nuestros abuelos haya merecido la pena. Lo que no puedo asegurar es que nuestros nietos piensen lo mismo de nosotros.
Muy buen razonamiento y muy buena su plasmación en un artículo. Ya he leído bastantes escritos tuyos y me han gustado sobremanera. Felicitaciones.