En el estanque dorado, donde el agua no se renueva, se convive sometido a una paciente resistencia. Allí, la autoridad tiene doble cara: Una proporciona aparente y limitada seguridad o protección, así como ciertas comodidades u oportunidades; la otra silencia, reprime, roba el fruto del trabajo, es insensible a los deseos de los que no pertenecen al estrecho círculo privilegiado, y no permite que los “corrientes” tengan información ni poder de decisión.
Nadie planea la dominación, ni existe un único ejecutor. Simplemente se ejerce. No solo tiene origen en la fuerza o amenaza. Puede ser impuesta por la simple costumbre, y a menudo es suficiente con el miedo a transformarse en solitario marginal, en cordero extraviado a merced de los halcones. La relación de poder a veces caprichosa, siempre rígida y opresiva, obliga a estar alerta al humor del otro, al halago para congraciarse, a no salirse de la identidad otorgada que se espera de cada uno. Su base doctrinal, su bálsamo de fierabrás, es un supuesto interés general, que se invoca para sustituir la buena gestión por la imposición.
Con el paso del tiempo, la voluntad de poder hace desarrollar en cualquiera una tendencia natural a volverse más autoritario, y acabar diciéndole a todos los demás lo que deben hacer con sus vidas, incluso aunque las normas estén en contra. Cuanto más crece más frágil se siente, y en su afán de monopolizar los recursos, acaba centrando sus esfuerzos en afianzar su posición. Se acaban tomando decisiones tan ilógicas, como impedir al sector privado adquirir o suministrar vacunas, aun cuando está en juego la vida humana.
Sin embargo, el principio fundamental de una vida decente y satisfactoria es la ausencia de dominación. Es inaceptable vivir a merced de otros y no tener siquiera la posibilidad de ser escuchado. J. Locke decía que una persona tiene un estado de libertad cuando puede ordenar sus acciones, adoptar decisiones y disponer de sus pertenencias según considere conveniente, sin necesidad de pedir licencia ni depender de la voluntad de otras. Significa emancipación de la subordinación o dependencia, y no es algo abstracto. Debe traducirse en capacidades para ejercitar esa libertad en cada momento, aunque sea sostener la mirada al dirigente, porque ninguno goza de un poder arbitrario sobre otro.
Se podrá alegar que un poder débil, produce desamparo. Pero entre el despotismo y la anarquía inestable que podría surgir en ausencia de dirección, hay un estrecho espacio donde florece la libertad. Donde la implicación de la sociedad y la participación, crean un crucial y delicado equilibrio con los dirigentes, para que estos protejan y promuevan la libertad. Si te fijas con atención, es fácil detectar cuando se pretende facilitarlo y cuando boicotearlo.
Apertura, regeneración, Libertad,… ¿porqué son tan difíciles de lograr? ¿Por qué son bienes escasos? No hay un modelo único para alcanzarlas; es un proceso, un camino que hay que recorrer, evoluciona, y su destino no puede garantizarse. Cuando la movilización crea las condiciones, se llega al tipo de libertad que disfrutaron los atenienses en la antigüedad clásica bajo Solón o Pericles, o los estadounidenses en ciertas etapas de la edad contemporánea (J. Madison sostuvo que las Constituciones debían hacer que la ambición contrarreste a la ambición). El matrimonio entre las instituciones participativas, de abajo a arriba, propias del derecho germánico, y las tradiciones legal y burocrática del Imperio romano, forjaron un equilibrio entre poder y sociedad, que permitió un incipiente y pionero Leviatán encadenado allá por el año 1188 en las Cortes de León.
La participación libre suele casar mal con el llamado líder único que sostiene por si solo el control completo, pero también florece en organizaciones con un equipo dirigente fuerte. Aunque para ello son imprescindibles unas bases que mantengan una lucha constante y diaria con la dirección. De ese aparente enfrentamiento, surge la cooperación, siempre que se confíe en poder controlar al monstruo si se desvía. Dirección y militancia tienen que correr juntos, sin que ninguno tome la delantera, y seguir haciéndolo continuamente para no perder la posición. Así se configura la naturaleza de una institución responsable y receptiva. Cuanto más competente queramos que sea el órgano directivo, más capaces deben ser las bases, más talento hay que atraer, y dejarlo desarrollarse en libertad. Sin miedo a vigilancia, críticas, o rendición de cuentas, pues no hay división estamental, sino plena movilidad.
Tampoco encaja la libertad con un igualitarismo irreal, cuyo mayor triunfo pasa por mantener un statu quo planeado que evite enfrentamientos, o al menos los contenga, en el deseo que nadie envidie el progreso ni las oportunidades de nadie. Para los igualitaristas mejor no arriesgar, aún a costa del emprendimiento, la eficiencia, la prosperidad y en definitiva la ilusión. En una sociedad sin libertad, miedosa, no hay tolerancia hacia los experimentos y los caminos alternativos. Aunque al dirigente le interesara apoyar el crecimiento, no será capaz de organizar ni dirigir la innovación, ni asegurar una distribución de las oportunidades, que permita hacer mejor uso de la creatividad de los demás.
Pero no solo se trata de confianza y cooperación. Si la dirección se vuelve demasiado poderosa comienza el despotismo, y si es demasiado débil se corre el riesgo de que deslizarse hacia una “suma cero”, donde cada parte solo intenta debilitar y destruir a la otra. Es necesario equilibrar la autoridad y el poder, a través de controles y contrapesos, lo que lleva a coordinar las acciones y limitar la jerarquía. No es un sueño, es más frecuente de lo que parece, pero tampoco tarea sencilla. Hay que empezar por sortear la inercia, el precedente, y dejar de justificar la parálisis en “que siempre se ha hecho así”.