Vamos a hablar de soberanía, pero no referida a poder político supremo ¡que también!, sino centrados en la alimentación y la energía.
¿Somos independientes y autónomos si necesitamos del petróleo ruso, del gas argelino y también ruso, de los cereales ucranianos, de los microchips chinos o del control de fronteras marroquí? Tal vez debamos ser menos engreídos y más objetivos. Objetividad que nos debiera llevar al pragmatismo. Pragmatismo que tendría que desembocar ineludiblemente en el cambio de paradigmas.
Todas tenemos claro, o al menos así tendría que ser, que tanto la agricultura como la ganadería deben ser sociales y sostenibles para que repercutieran beneficiosamente en toda la sociedad. Sustentadas en métodos responsables de producción que certifiquen la protección ambiental y el bienestar animal a la par que fomentar la conservación de los recursos naturales. De esta manera se estaría garantizando la calidad de vida de los pequeños y medianos agricultores y ganaderos, lo que conlleva a la preservación del medio rural, lo que redunda en la protección del medio natural y de la vida en general. Si a esto le unimos el apoyo a la economía circular, nos aseguramos la viabilidad y proyección de una sociedad más humana.
En definitiva, estamos hablando de soberanía alimentaria. El modelo intensivo actual capitaneado por multinacionales que solo entienden de beneficios económicos y de gráficas de pérdidas y ganancias junto a fórmulas de costes, ingresos e inversiones, nos está llevando a la deshumanización y a la debacle social y ecológica.
Esta forma de actuar es responsable en gran medida del cambio climático, de hambrunas cíclicas, de la despoblación rural o la falta de empleo y oportunidades en zonas concretas del planeta.
Solo podremos transformar en positivo este sistema desde lo local y la pequeña escala. ¡Aquí reside la fortaleza y la importancia de la soberanía alimentaria!
La soberanía alimentaria no es sino el legítimo derecho de los pueblos a controlar sus sistemas de producción alimentarios, tanto a nivel local como nacional, culturalmente contextualizados y desde la equidad y el respeto por el medio ambiente, donde estamos incluidas todas, absolutamente todas.
En otro orden de cosas, pero la misma cosa, la soberanía energética es el derecho de individuos, comunidades y pueblos a tomar sus propias decisiones respecto a la generación, distribución y consumo de energía, de modo que estas sean apropiadas a sus circunstancias ecológicas, sociales, económicas y culturales, siempre y cuando no afecten negativamente a terceros. ¡Nada descabellado y plenamente justo!
El Kremlin controla alrededor del 40% del suministro de gas europeo a través de la empresa estatal Gazprom, y durante el último trimestre de 2021 Putin redujo en un 25% interanual los envíos de gas a Europa. Algún “mal pensado” diría que estaba preparando su invasión de Ucrania con proyección a otros países anteriormente situados en la esfera de influencia, manipulación, de Rusia. Y que esperaba que la UE le pagara la misma a través de la compra de su gas.
En la cabeza de Putin la multi rentabilidad estaba más que garantizada, por un lado, ingresaba grandes cantidades de euros, por otro con ellos financiaba las invasiones de países limítrofes para recrear la Gran Rusia, y de camino reforzaba su liderazgo político interno como “Zar” y externo como potencia mundial renacida. De momento no solo no les salen las cuentas, sino que ha hecho despertar a la Unión Europea de su largo letargo.
Para la Comisión Europea resulta, ahora, prioritario, lograr que Europa produzca la totalidad de su propia energía, cortando su dependencia de suministros externos y protegiéndose de posibles interrupciones y de la volatilidad de los precios en los mercados. La finalidad sería, cuando menos, doble: conseguir la independencia energética junto a la mejora de las cuentas de la UE en forma de enorme ahorro económico. Cumplir con los objetivos de reducción de emisiones en 2030 conllevaría una reducción superior al 25% en las importaciones de combustibles fósiles, y si en 2050 se lograse la neutralidad climática hasta tres billones de euros quedarían en manos de la UE.
He de explicar algunos temas que nos pudiesen llevar a error. El primero es que la soberanía energética que yo defiendo no pasa por tener una central nuclear en nuestros patios o trasteros como sí piden devotamente los ultraderechistas españoles. En concreto en lo que va de legislatura han registrado hasta cuatro proposiciones no de ley en las que quieren potenciar el uso de la energía nuclear. Solicitan denodadamente propuestas como:
– “Alargar la vida útil de las 7 centrales que tenemos en España hasta los 60 años o incluso hasta los 80 años”.
– “Permitir al Consejo de Seguridad Nuclear finalizar la evaluación del proyecto de construcción del ATC en Villar de Cañas (Cuenca), que sólo restan 800 horas de estudio (15-30 días) para emitir el informe final sobre la viabilidad del ATC”.
– “Iniciar las obras de construcción del ATC en Villar de Cañas de manera inmediata.
– “Impulsar la investigación en tecnología nuclear”.
– “Promover medidas fiscales que fomenten la inversión en tecnología nuclear”.
– “Llevar a cabo las medidas necesarias en el seno de la Comisión Europea tendentes a establecer una retribución para la energía nuclear, ajustada pero suficiente, que garantice su viabilidad económica y disuada a las plantas nucleoeléctricas de promover el adelanto de la fecha de cierre programada”.
Podemos suponer de dónde proviene el color verde, y es de su amor por la energía nuclear.
Dejando de lado chascarrillos más o menos afortunados, lo que defiendo se encuentra en las antípodas de estas epifanías nucleares de los trasnochados fascistas. Solicito el uso racional y ecuánime de los bienes comunes, energéticos a la cabeza, sin menoscabar la soberanía energética de otras comunidades ni de futuras generaciones, y minimizando o anulando los problemas ambientales (tales como el cambio climático o la generación de residuos altamente radiactivos).
El “nuevo orden mundial” ha demostrado que hay sectores estratégicos que son cuestión de seguridad nacional, entre estos están el agroalimentario y el energético.
En la actualidad España importa el 74% de la energía que consumimos. Siendo mayoritariamente combustibles fósiles que degradan el medio ambiente, potencian el efecto invernadero, es decir: el calentamiento global, y hunden nuestra economía y competitividad. Y, además, nos cuestan en torno a 40.000 millones de euros cada año. Algo inadmisible, indefendible e indecente en un país rico en fuentes de energías renovables como la solar/fotovoltaica, la eólica, etc.
Recordemos cómo Elon Musk hace poco indicaba: “España debería construir una matriz solar masiva. Podría alimentar de energía a toda Europa” y como IKEA se ha adelantado y a través del Grupo Ignka, su división de inversiones, invertirá más de 100 millones de euros en España para la compra de cinco proyectos de energía solar que se prevén que estén operativos en 2023.
Estas fuentes permitirían “democratizar” el acceso a la energía al estar distribuidas por el territorio huyendo del modelo centralizado actual. También son susceptibles de dinamizar profundamente la economía a través de la creación de empleo en distintas comarcas normalmente asociadas a la “España vaciada”. Lo que contribuiría a fijar población, repoblar y potenciar económicamente comarcas muy devaluadas debido a los sistemas de explotación de recursos actuales.
A través de la soberanía energética, y por supuesto la agroalimentaria, estaríamos cosechando equidad y justicia. Cosecha que recogerían las futuras generaciones.