Si ustedes disfrutan ya de una cierta solera en lo que a deambular por el mundo se refiere, reconocerán al instante con familiaridad la pregunta “¿cómo están ustedes?”. Sospecho que la respuesta ha cambiado respecto a lo que todos respondíamos a coro frente a las pantallas de nuestros televisores. Pero no han hecho falta cuatro décadas, sólo ha hecho falta un año, este 2020, para que en vez de “bieeeeen”, respondamos “¡estamos cansados!”.
Lo entiendo, créanme que lo entiendo. Yo también estoy cansado de escuchar hablar de lo mismo, de la incidencia del COVID, de las restricciones, de los toques de queda, de los ERTE y de opiniones de expertos y profanos sobre la mejor manera de salvarnos a todos. Estoy cansado de las nuevas ocurrencias semanales de todos los gobiernos (perdón, quería decir medidas efectivas) y, sobre todo, de política y de quién tiene la culpa de … lo que sea que haya que culpar. No hay otro tema de conversación y, al igual que el sistema sanitario, corremos peligro de saturación.
También entiendo la desesperanza de una gran parte de nosotros que no ve un futuro claro. Nos está costando mucho salir de este estancamiento en el que estamos inmersos. No encontramos vías de escape, no estamos siendo capaces de buscar ranuras por donde respirar aire fresco que nos insufle ánimos. De vez en cuando llega algún pequeño alivio, como que Trump ha perdido las elecciones. Algo es algo, pero tampoco es que nos saque del pozo.
Antes existía un ligero interés por las decisiones de nuestros gobernantes, porque podían mejorarnos la vida. Existía aunque fuera una tenue curiosidad por las propuestas que se debatían en el Congreso, en las mejoras o novedades de las que podría disfrutar nuestra sociedad gracias a la dinámica parlamentaria. Pero incluso esa patética esperanza se ha ido al traste. Nadie ofrece un camino, una propuesta de actuación viable que genere consenso y adhesión generalizada de todos los grupos.
Sin ir más lejos, estos días lo estamos viendo en la elaboración y aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. Las posturas están predeterminadas. Cualquiera de nosotros podría saber de antemano sin necesidad de ver las noticias cuál es el voto de prácticamente la totalidad de los grupos políticos frente a una propuesta (salvo alguna rara excepción). Y lo sabemos no porque seamos muy listos y entendamos de programas políticos, sino en función de quién hace la propuesta. Si un grupo propone pintar de blanco, el grupo contrario propondrá pintar en negro, salvo que algún verso suelto quiera algo de protagonismo y diga que prefiere colores pastel.
No cuesta mucho entender por qué el consenso político es tan difícil de conseguir, especialmente en un estado tan delicado como el que estamos viviendo. La independencia y la objetividad de nuestros diputados ante la bondad para el interés general de una propuesta son valores cada vez menos apreciados.
Para que lo entiendan, es como una entrevista de trabajo en el que entran dos candidatos, y son recibidos con una pequeña explicación.
- Buenos días. Deben ustedes entender que esto no es más que un simple cuestionario que queremos hacerles para saber si son aptos para el trabajo. ¿Lo entienden?
- Sí, perfectamente – responden los dos candidatos.
- Bien. La pregunta es simple: ¿Cuántos son dos y dos?
El primer candidato lo piensa concienzudamente, baraja la posibilidad de la pregunta trampa más allá de una mera suma, y, tras dudar entre 4 y 22, decide ser lo más honesto posible y responde: “ Son 4”.
Es segundo candidato, responde sin vacilar: “ Lo que diga el jefe”.
El segundo candidato consiguió el trabajo.
Los diputados son acólitos, fieles a lo que diga la disciplina de partido, a su ideología. No se debaten propuestas viables, se enfrentan posturas ideológicas. No se analiza si un plan de actuación es adecuado, se ataca porque el que lo presenta es de otro partido o porque tiene a tal o cual socio que es un rival. Y por eso no tenemos ni tendremos grandes pactos en la política nacional ni en economía, ni en educación ni mucho menos en sanidad que nos permitan vislumbrar futuro a largo plazo.
La pandemia y la incapacidad política, pues, lo ocupan todo. Pero ¿podemos evadirnos de toda esta situación?
Podríamos intentar escapar, tal vez a alguna isla del Pacífico Sur, lejos, muy lejos de todo. Buscamos a alguien que nos falsifique un buen justificante, razones médicas de peso o viaje laboral, ya saben, fuerza mayor, y todo arreglado. Aunque les confieso que cuando estaba preparando las maletas en un arrebato por alcanzar la libertad, recibí una mala noticia. Hace unos días el lejano archipiélago de Vanatu, hasta ahora uno de los pocos paraísos libres de la pandemia, comunicó su primer caso de coronavirus. Y sí, tenía un plan B, pero desgraciadamente Mongolia también ha sucumbido.
Habrá que seguir aguantando.
Debo decir que en esta ciudad hay contados articulistas con los dedos de una mano (y me sobran) que tengan calidad, profundidad y facilidad de lectura en sus escritos. Usted es uno de ellos. Magnífico. Le animo a que siga así.