Es probable que alguna vez hayan utilizado el demagogo argumento de que, a pesar de que a nadie le gusta pagar impuestos, ustedes lo hacen con gusto porque eso permite sufragar hospitales y carreteras. Ese bienestar de los servicios que nos proporcionan el Estado y las autonomías en principio parece una razón de peso para que nos duela menos tener que dar parte de lo que ganamos con el sudor de nuestra frente (algunas frentes más sudorosas que otras).
Los matices aparecen tarde o temprano según quién nos cuente la película. Si nos la cuenta alguien de la derecha o extrema derecha, seguramente no estará de acuerdo en que se destine gran parte de su dinero al ingreso mínimo vital, o a prestar servicios a menores inmigrantes, a subsaharianos, o a asociaciones pro-derechos humanos. Si nos lo cuenta alguien de la izquierda o extrema izquierda, probablemente no estará de acuerdo en destinar más fondos a Defensa o en subvencionar la restauración del patrimonio histórico propiedad de la Iglesia o a colegios concertados.
Cualquiera puede no estar de acuerdo con el destino de parte de sus impuestos. Son cuestiones legítimas que los ciudadanos pueden y deben plantearse y que entran dentro de la discusión política e ideológica. De ahí que la elaboración de los presupuestos públicos, algo que para los ciudadanos apenas despierta interés, sea tan importante.
Pero existe algo que, independientemente de la ideología, debería ponernos a todos de acuerdo, porque nuestros impuestos no sólo sufragan servicios públicos aparentemente evidentes, sino que lo sufragan todo. Según el libro “Geografía del despilfarro en España”, en los últimos 25 años se han despilfarrado cerca de 90,000 millones de euros, y eso sólo en inversiones públicas y en grandes infraestructuras que han resultado inútiles o poco eficientes. Y aquí no hay predominio de ninguna opción política, todas han despilfarrado.
Sé que puede parecer injusto hablar de despilfarro cuando se toman decisiones para invertir el dinero público que posteriormente se demuestran fallidas, como aeropuertos innecesarios o autopistas radiales sin apenas uso. Lo que no es injusto es afirmar que muchas de esas decisiones no se hacen por cuestiones de necesidad sino por razones electorales, promesas que se hacen para garantizar unos votos inmediatos de una región o colectivo y que tienen un ciclo de rentabilidad negativa muy superior a la inmediatez electoral y que lastran la economía y la deuda pública durante muchos años.
Ese tipo de despilfarro es bastante llamativo y endémico dentro de la estructura de la gestión pública. Su explicación es muy sencilla: el dinero público lo gestionan políticos profesionales, no gestores profesionales o gerentes empresariales cualificados. Por esta razón es casi imposible acabar con las gestiones ineficientes a no ser que cambie nuestro sistema de elección de nuestros gobernantes y el sistema de méritos para ejercer la política.
Sin embargo hay otro tipo de despilfarro mucho más solapado, menos evidente, que apenas nos cuestionamos y que a la postre resulta mucho más cruel y, por tanto, injusto. Me refiero al despilfarro disfrazado de discrecionalidad, de partidas que encierran un gasto arbitrario para ocultar incompetencias, para satisfacer necesidades particulares o, directamente para ocultar comportamientos corruptos.
Imaginen un presupuesto de gastos de personal en cuyo desglose se reflejan partidas como “Retribuciones presidente”, “Retribución personal eventual del Gobierno o la Asamblea”, o “Retribuciones complementarias de altos cargos”, partidas normales en un presupuesto. Ahora imaginen que dichas partidas se incrementan respectivamente más de un 30%, más de un 148% o ¡¡más de un 224% !! en los últimos 5 años, incrementos inexplicables que suponen muchos cientos de miles de euros. ¿No sería escandaloso?
Imaginen organismos públicos dependientes cuya actividad es casi inexistente y que tienen plantillas sobredimensionadas que se llevan millones de euros anuales de presupuesto. ¿No sería indignante?
Imaginen partidas de subvenciones a todo tipo de asociaciones de ocio y colectivos de dudosa utilidad pública cuyos importes varían caprichosamente de un ejercicio a otro sin ningún criterio ni control y que suponen decenas de millones de euros anuales. Imaginen infinidad de pequeños gastos, dietas, gastos de funcionamiento, gastos de urgencia o reparaciones, no fiscalizados por resultar importes relativamente pequeños pero que todos ellos en su conjunto suman cientos de miles de euros. ¿No sería un despropósito y un descontrol?
Bien, ahora dejen de imaginar y piensen si nuestro dinero tiene el buen uso que todos le presuponemos o si estamos en una dinámica de despilfarro que nos importa muy poco y que, por tanto, es casi imposible de cambiar.
Si en nuestra vida diaria nos intentan engañar vendiéndonos algo muy por encima del precio de mercado, si pagamos por un servicio deficiente o de mala calidad, o si alguien nos cobra unas comisiones o gastos desproporcionados no justificados, inmediatamente protestaríamos, nos pondríamos en contacto con asociaciones de consumidores e incluso denunciaríamos en los juzgados. Y, desde luego, no volveríamos a tratar con esos sujetos en la vida. En definitiva haríamos lo que hiciera falta por defender nuestros derechos.
Pero cuando pagamos impuestos a la Administración Pública nos volvemos indolentes. ¿Por qué tenemos una tolerancia tan enorme al despilfarro público? Siguen siendo nuestros derechos, sigue siendo nuestro dinero. Y a cambio de ello recibimos servicios ineficaces, mal gestionados, gastos que no necesitamos, contratación de partidas con precios fuera de mercado, desvío de fondos a intereses particulares y, lo que es peor, seguimos confiando y votando a los responsables de esa gestión que, además, nos están cobrando a precio de oro.
Nuestra sociedad necesita, hoy más que nunca, una buena gestión de los recursos de los que disponemos. El dinero público no es gratis y llevamos años comportándonos como si lo fuera. El artículo 1 de la Constitución especifica que la soberanía nacional reside en todos los españoles y por tanto es nuestro el derecho y nuestra la responsabilidad no sólo de exigir sino de hacer que cambien las cosas.