Amecopress / Pikara Magazine. Mientras el Estado español y los Gobiernos autonómicos enarbolan discursos en los que la protección de las supervivientes de la trata con fines de explotación sexual aparece como una prioridad, la política fronteriza española y sus acuerdos con Marruecos están dirigidos a que estas mujeres nunca pisen suelo español. Viajamos con un equipo de CEAR Euskadi a Melilla y al norte de Marruecos, paso obligado de muchas de las mujeres que migran buscando la protección de unos derechos. Solo encontrarán obstáculos y violencia. Pagados con nuestros impuestos.
“Las mujeres que peor llegan aquí y a España son las que vienen solas. Las que hacen el recorrido con la mafia están más protegidas porque ellas son su mercancía”, nos repiten en el norte de Marruecos varias de las personas que realizan labores humanitarias con las personas migrantes.
No podemos aclarar dónde se encuentran exactamente, ni quiénes son. El Gobierno marroquí no duda en expulsar a las voces críticas, así sean periodistas (el día en el que llegamos a una de estas ciudades acababan de deportar a un holandés que pretendía reportear sobre migraciones), o activistas por los derechos humanos (al sacerdote español Esteban Velázquez se le retiró el permiso de residencia en 2016 por sus denuncias públicas de las agresiones que sufren las personas migrantes negras en el reino alauí).
Hasta aquí todo previsible teniendo en cuenta que Marruecos sigue siendo un país regido por una monarquía parlamentaria altamente autoritaria. Más alarmante resulta que organizaciones que trabajan al otro lado de la valla, en Melilla, necesiten protegerse también bajo ese anonimato. Ha sido la conclusión a la que han llegado tras comprobar la saña con la que se ha empleado el Gobierno de la Ciudad Autónoma con entidades sociales como Prodein y Harraga por su trabajo con los menores que viven en sus calles, contra las que han interpuesto querellas y divulgado campañas de difamación a través de los medios de comunicación de la ciudad. El resultado: la extensión del rechazo que provoca entre gran parte de su ciudadanía a las personas migrantes y a las que defienden sus derechos.
Dado que la prioridad es poder seguir intentando garantizar los derechos de las personas migrantes en esta urbe, el resto de entidades se han decantado por desarrollar otras formas de incidencia política que no pasan por su visibilidad: sus integrantes han tenido que recuperar conocimientos y prácticas de los tiempos de la clandestinidad; y los y las periodistas aceptar que, para contribuir a que las personas migrantes vean sus derechos garantizados en Melilla, a veces, no todo se puede contar.
Por eso, esta crónica no podrá especificar muchas de las fuentes de las informaciones que contiene: porque a Marruecos no le gusta tener testigos de cómo se ejecutan –a golpe de porras e incendios– sus acuerdos con España y la Unión Europea, y porque el Gobierno de Melilla no quiere a gente en su territorio que les recuerde que el centenar de niños extranjeros que viven en sus calles son eso, niños y adolescentes; que los migrantes no son delincuentes, sino personas que ejercen su derecho a la libertad de circulación; y que el engordado presupuesto de esta ciudad de 85.000 habitantes –más de 270 millones de euros anuales–, se debe, exclusivamente, a que este resto de nuestro pasado colonial vive, se lucra y justifica su existencia misma gracias a la inmigración.
En la orilla marroquí
“El día después de que el rey Felipe VI firmase aquí el acuerdo con el marroquí [el 16 de febrero de 2019] empezó el horror. Desde entonces, la policía sube diariamente a los campamentos: los incendia, les roban las mantas y los plásticos con los que las personas migrantes se protegen del frío… Las ves cargando al caer la noche a lo alto de los montes cargados con sus mochilas”, nos dice una de las personas que mejor conocen estos pequeños poblados construidos con palos y lonas en las que hombres, mujeres, niños y niñas viven mientras consiguen subirse a una patera. Antes, también eran la antesala para el salto de la valla a Melilla, pero desde que las concertinas fueron retiradas por el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, del lado español y situadas en el marroquí, apenas hay cruces por esta vía.
“Hasta 2015, había unas 4.000 entradas por Ceuta y Melilla. Ahora estamos en decenas de miles por la vía marítima. Es el resultado de la política marroquí, europea y española que con su cierre de las fronteras terrestres ha transformado una migración que venía a pie y era gratuita, a otra en la que hay que pagar por todo y que está bajo el control de las grandes redes de traficantes, que son tanto subsaharianas como marroquíes”, nos dice Omar Naji, de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos, después de atender en su austera oficina en Nador a un hombre cargado de papeles. Nos autoriza a citarle con nombres y apellidos, pese a que algunos de sus colegas han sido encarcelados por la claridad con la que esta entidad se pronuncia: “Las políticas migratorias europeas no buscan disminuir la inmigración, sino reorientarla hacia circuitos de pago”, sentencia.
Nos encontramos en uno de los enclaves más importantes de la ruta subsahariana hacia Europa y no se ve a una sola persona negra en sus calles. “Los migrantes tienen prohibida la circulación por la ciudad, trabajar, alquilar una casa, incluso entrar en un bar para comprar un café”, explica Naji, quien también ha documentado cómo, desde que en octubre de 2018 la Unión Europea prometió aumentar en 140 millones de euros la partida destinada a Marruecos para impedir la salida de pateras desde sus costas, el acoso y los arrestos en los campamentos se han extendido a mujeres, niños y niñas. “Por eso las mafias alquilaron pisos en las ciudades donde esconder a las mujeres, donde permanecen hacinadas y en condiciones deplorables. Pero ahora también allanan los pisos”, sostiene el abogado, rodeado de retratos de líderes palestinos y de Rachel Corrie, la activista estadounidense de 24 años que murió aplastada por un buldócer israelí cuando intentaba impedir la demolición de viviendas palestinas.
Varias fuentes nos confirman que el Gobierno de Marruecos está utilizando públicamente la lucha contra la trata como pretexto para desmantelar los campamentos en los bosques y las viviendas en las que las redes ocultan a las mujeres, que son detenidas y deportadas en autobuses a la frontera argelina, la más violenta de la ruta.
Mientras, la trata con fines de explotación sexual adquiere cada vez más protagonismo en la opinión pública –y publicada– en España, como parte del enconamiento de la controversia en torno a la regulación legal de la prostitución. El éxito de convocatoria de las manifestaciones y la huelga del 8M amplió la visibilidad de los discursos feministas, especialmente el abolicionista, que considera trata prácticamente todas las formas de prostitución femenina. Un momento que ha coincidido con varias convocatorias electorales y que el abolicionismo ha aprovechado para que todos los partidos políticos manifestasen públicamente su posicionamiento y se comprometiesen a implantar políticas dirigidas a su erradicación.
Paradójicamente, el PSOE, el único partido que siempre se ha declarado sin ambages abolicionista y que ha incluido este objetivo en su programa electoral, como cada vez que ha presidido el Gobierno estatal, ha mantenido la política de destinar cada vez mayores partidas presupuestarias –cuyas cuantías totales no son públicas– a pagar a Marruecos para sellar su frontera y, por tanto, impedir por todas las vías a su alcance que estas mujeres subsaharianas lleguen a suelo español. Pero si, pese a todo, consiguen salvar todos los obstáculos interpuestos –incluida la muerte cuando se suben a una patera–, desde la llegada del PSOE al Gobierno en junio de 2018, todas ellas serán consideradas potenciales víctimas de trata. Así nos lo confirmó durante una visita al Centro de Estancia Temporal de Melilla su director, Carlos Montero, para contrariedad de parte de las mujeres, como nos señalaron muchas de las personas que trabajan con ellas, porque no todas lo son y porque les pesa el estigma de ser vinculadas con la prostitución.
“Las mujeres vienen huyendo de sus países por distintas formas de violencia: matrimonios forzosos, mutilación genital, pobreza, persecución por razones políticas… Las redes de trata y de tráfico no coaccionan para que acudan a ellas: ofrecen un producto. Si pagas, yo te llevo. Les dan la esperanza y ellas saben que tienen que pagar un precio”, nos dicen unas defensoras de derechos humanos que las cuidan cuando, por ejemplo, pierden a sus hijas e hijos en naufragios. Recuerdan el caso de “la mujer que no salía del shock durante días. Sólo repetía: un pez se comió a mi hijo [de dos años]”.
No todas las mujeres subsaharianas son víctimas de trata
“Su cuerpo es su pasaporte, así que saben que la violación o la prostitución será el precio a pagar por cruzar fronteras, para seguir avanzando en el camino. Por eso, si vienen con la mafia para la prostitución estarán más protegidas porque son su mercancía y pasarán más rápido a la Península”, explican quienes saben bien cuáles son las consecuencias de eso que hemos llamado “política de cierre de fronteras de la Europa fortaleza”. Un concepto que encierra una decisión política, como es impedir que estas personas puedan viajar de manera normalizada, y que obliga a aquellas que no se conforman con lo que sus países y contextos les ofrecen, a convertir sus cuerpos en el campo de batalla en el que se bate esa guerra que Europa mantiene contra los extranjeros y extranjeras pobres.
Por eso, las que pueden permitírselo acuden a las redes de tráfico de personas para hacer tramos del viaje –especialmente los más virulentos, como la frontera entre Argelia y Marruecos– o su totalidad. Las que tienen, ellas o sus familias, menor capacidad de endeudamiento, lo harán a través de las redes de trata, sepan o no que la actividad mediante la que tendrán que saldar su deuda será la explotación sexual.
La abogada Cristina Manzanedo es portavoz de ÖDOS, un centro creado hace un año en Córdoba para las mujeres subsaharianas que llegan en patera con menores a las costas andaluzas. Manzanedo, con amplia experiencia en el ámbito de la trata y las políticas de extranjería, nos desgrana vía telefónica los perfiles de las mujeres que suelen llegar por esta ruta: “Hay mujeres con un proyecto muy claro de reagrupación familiar, cuyos maridos están en países como Francia, y que ante la lentitud o las barreras burocráticas para la reunificación, emprenden el viaje”. Otra de las trayectorias vitales más habituales es la apuntada anteriormente: mujeres que huyeron de sus países por distintas violencias machistas, “que creen que pueden ir fácilmente a Europa y a las que les van ofreciendo ayuda por el camino, diciéndoles que no se preocupen, que ya se lo pagarán en Europa. Creen que en Europa encontrarán techo y trabajo, pero después sólo podrán ejercer la prostitución como forma de pago”. Y también, explica, mujeres que sabían que su única forma de migrar era recurrir a la mafia y ejercer la prostitución: “Estas mujeres no van a denunciar porque están muy machacadas. Algunas han pasado por Libia antes de ir a Marruecos”. Y pretender que estas mujeres se identifiquen como víctimas de trata o que soliciten ayuda cuando llegan al puerto es muestra de desconocimiento, apunta Manzanedo.
Por eso, catorce entidades –que van, entre otras, desde el Consejo General del Poder Judicial, la Universidad Loyola de Andalucía, Save the Children, Cáritas o la Delegación Diocesana de Migraciones de Tánger– se han unido para poner en marcha este proyecto piloto de ÖDOS. Allí son trasladadas mujeres con niños y niñas, donde están quedándose, según nos confirma Manzanedo, una media de tres meses, mientras que del resto de residencias humanitarias a las que suelen ser trasladadas huyen a los pocos días.
Quizás una de las claves está en tratar a cada mujer de manera personalizada, conscientes de la diversidad de situaciones que engloban. Porque Manzanedo sigue describiendo distintas historias de vida, que van mucho más allá del maniqueo retrato de la trata: “Muchas de las mujeres no son víctimas de trata cuando llegan a Europa, sino que son personas con capacidades que quieren mejorar sus vidas. Pero como consecuencia del desamparo absoluto en el que queda una mujer negra en situación administrativa irregular, el único arropo que encuentran es el de los amigos africanos a los que terminará llamando, cayendo en una trata sobrevenida. Ejercen la prostitución forzada porque ni para servicio doméstico las queremos, que para eso están las latinoamericanas”.
Los matices son señal de conocimiento, y Manzanedo lleva décadas acumulándolo trabajando a pie de terreno. Por eso sabe que sí hay algo que tienen todas en común: “Haber sufrido algún tipo de violencia durante el viaje. Y muchos de los niños que las acompañan, violencia sexual”. Subraya que no tiene nada que ver lo que ha pasado la mujer que ha podido hacer el viaje en cuatro meses, que la que ha tardado tres años. “No hay respuesta ni protección para esa violencia de género que han sufrido las mujeres en tránsito que no es trata”, concluye.
En este sentido, Marruecos es el lugar más traumático de todo el viaje. “Desde que se llegó a los nuevos acuerdos a finales de 2018, y empezó esta persecución en los campamentos y las deportaciones a Argelia, los conductores de las redes de tráfico les dejan a 15 kilómetros de Nador para no ser pillados por la policía. Ahí les cogen taxis de otras mafias, las violan, las secuestran y llaman a sus familias para que paguen el rescate”, explican personas que trabajan sobre el terreno en el país vecino.
Por eso, cuanto más articulada y fuerte sea la mafia con la que viajan, más protegidas estarán. Unas estructuras que son resultado de las mismas políticas de cierre de fronteras y que se han ido complejizando y enriqueciendo a medida que se sofisticaban los mecanismos de control fronterizos que alimentan el negocio de la xenofobia: los radares, los infrarrojos de la valla, los vigilantes de la agencia europea de control de fronteras (Frontex)…
“Las mujeres que pueden suelen emparejarse con un hombre porque así, dicen, sólo tendrán que estar con uno y no con varios”, una figura que se ha llamado lover boy, nos explican.
Pero no siempre lo consiguen. “Algunas mujeres tienen que recurrir a la prostitución, a la mendicidad, y en las pocas oportunidades que tienen, a ser explotadas en el trabajo doméstico o cocinando, para conseguir recursos para sobrevivir y poder pagarse el viaje en patera”, nos explican. Y mientras, como nos cuenta Naji de AMDH, no son extraños los asaltos sexuales por parte de las fuerzas auxiliares, “el cuerpo paramilitar dependiente del Ministerio del Interior encargado de perseguir la inmigración. En el último informe tenemos los casos de dos mujeres”. Dos mujeres que, pese a su condición de clandestinidad en Marruecos, fueron tan valientes como para contárselo a miembros de esa organización y, en el caso de una de ellas, denunciarlo en una comisaría. Por supuesto, no se investigó.
Las entidades que trabajan en los campamentos donde sobreviven en los montes del norte de Marruecos nos informan de que no debemos ir porque, en un Estado policial como es Marruecos, el control es permanente, y expondríamos a las personas migrantes a mayores represalias. Nos explican que el ambiente se ha entristecido mucho en los últimos meses. Las más de mil almas que, según el registro elaborado por la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, murieron intentando alcanzar las costas españolas en 2018 no son una entelequia o una cifra para sus habitantes: eran sus vecinas, sus amigos y amigas, sus parejas, sus familiares. Eran quienes podían haber sido ellos y ellas, los que podrán ser: un cadáver, un número dibujado en el cemento aún fresco de un nicho en el cementerio de algún pueblo andaluz, una llamada telefónica de algún conocido a sus familias cuando se extienda el rumor en el campamento de que no llegaron, de que nunca llegarán ya.
“Ves a mucha gente con la piel en carne viva porque se han quemado con la gasolina mezclada con el agua salada en los naufragios. Cuando un grupo consigue llegar sano y salvo a la Península o cruzar la valla, hay una celebración en los campamentos. Cuando hay muertes, sólo silencio”, nos explican.
El origen de las mujeres subsaharianas que llegaron en 2018 y el primer trimestre de 2019 a territorio español son, sobre todo, de Guinea Conakry, Mali, Costa de Marfil y Camerún. Apenas llegan ya de Nigeria, el país tradicionalmente asociado a la trata con fines de explotación sexual. Y se ha notado un importante incremento del porcentaje de mujeres entre las personas migrantes que entraron en España por nuestra frontera sur: de un 7’3 por ciento en 2017 a un 17 por ciento en 2018: 10.901 mujeres, según APDHA.
“Los jefazos de las mafias no están en los campamentos, están en Europa o en sus países de origen. En los campamentos, siempre hay un jefecillo, que muchas veces es también una víctima de la red, es su medio para poder migrar. Los hay buenos, que cuidan y protegen a las mujeres”, explican estas defensoras de derechos humanos, arrojando grises a un discurso, el de la trata, que a menudo se construye a partir del momento en el que las mujeres llegan a los países de destino para ser explotadas sexualmente. Las narrativas dominantes omiten que, además de un negocio criminal, la trata es un medio para migrar para estas mujeres. Al dar casi todo el protagonismo a las llamadas ‘mafias’ se asume una aproximación que llevan años fomentando los Gobiernos europeos para desembarazarse de su responsabilidad en la aparición y expansión de este fenómeno.
“Las mujeres no quieren hablar de lo vivido, lo más que nos cuentan del viaje es que han sido violadas. Muchos de los niños que tienen son frutos de esas violaciones”. Por ello, algunas los rechazan cuando los paren.
En la orilla melillense
Son excepcionales los casos en los que una mujer ha conseguido acceder a suelo melillense saltando la valla en estas dos décadas de existencia. Suelen hacerlo ocultas en los bajos de los coches o en patera, como las dos embarcaciones que han llegado en 2019 a las Islas Chafarinas, territorio militar español a 50 kilómetros de Nador. Todas ellas pidieron asilo por trata tras ser rescatadas por Salvamento Marítimo, pero en cuanto se instalaron en el CETI fueron retirando las solicitudes, y sólo dos de ellas se acogieron al periodo de reflexión de 90 días al que tienen derecho para decidir si quieren solicitar asilo por su situación de trata y/o denunciar a sus responsables.
Las razones por las que no se acogen a este derecho son numerosas y diversas: por temor a las represalias contra ellas o sus familias; porque desconfían, desconocen, no les interesa o no compensa las implicaciones de un proceso judicial; porque hay un vínculo emocional con las personas que integran la red; porque consideran que, aunque el coste económico puede ser abusivo, son quienes les han prestado el servicio de traerles hasta Europa; o también, porque pagar la deuda es una cuestión de honor para ellas y sus familias. Pero también hay una razón de peso fundamental: las redes establecen un estrecho sistema de vigilancia, por lo que las mujeres siempre están siendo controladas por otros miembros de la red. Por ello, una de las personas que suelen atenderlas cuando llegan al CETI de Melilla, sostiene: “Sería tan fácil como preguntar quiénes van a ser las o los portavoces del grupo. En cuanto se postulen, habría que separarles del grupo. Resulta muy fácil saber quiénes mandan, constatar cómo todo el mundo busca con la mirada a estas personas y esperan a que sean ellas quienes se pronuncien”.
Según nos informa el director del CETI, Carlos Montero, prácticamente todas las mujeres subsaharianas que son trasladadas a la Península son enviadas a centros especializados en trata con fines de explotación sexual, pero “como les quitan el móvil cuando ingresan, se van porque eso no les gusta”. Esa fue su explicación.
Una persona jurista especializada en esta cuestión considera que deberían aprovecharse los dos o tres meses que están pasando en Melilla estas mujeres para evitar que sigan en la red cuando sean trasladadas a la Península, pero para eso necesitarían “un espacio de intimidad y desahogo, no el CETI, donde están todas hacinadas y mezcladas”. Una entelequia para un recinto que lleva sobrepoblado desde su puesta en marcha en 1999. Su capacidad, según el Ministerio de Interior, es de 480 personas, aunque lo habitual suele ser que sobrepase las 900. En el momento de nuestra visita a finales de febrero, era de más de 1.300: el 30 por ciento mujeres.
Desde el pasado año, 780 hombres duermen en literas de campaña de tres alturas –con una lona haciendo las veces de colchón–, dispuestas dentro de dos gigantescas tiendas de campaña diseñadas para las emergencias humanitarias. Cuando entramos en ellas, vemos cómo muchos de ellos no tienen otra alternativa que matar tumbados en ellas las horas muertas de los meses –y hasta más de un año– que tienen que permanecer aquí antes de ser trasladados a la Península con una orden de expulsión bajo el brazo. Según un mando policial consultado, “la ocupación nunca va a bajar de 800 o 900 personas porque entonces habría que despedir a mucha gente. Cada semana el centro tiene autorización para permitir la salida de más de 200 personas. ¿Por qué, si no, la dirección sólo permite el traslado a la Península de unas 50 personas?”, nos espeta.
En cualquier caso, según Elena Fernández Treviño, responsable y única trabajadora de la Unidad de Violencia de Género del Gobierno de España en Melilla, no hay una actuación coordinada entre las instituciones de la ciudad con respecto a la trata, que no cuentan con pisos ni con casas de acogida para las mujeres afectadas por esta problemática y que los trabajadores del CETI no tienen formación específica sobre esta cuestión. También se declara impotente para actuar en este espacio porque su puesto depende de los Ministerios de Igualdad y Política Territorial, mientras que el CETI depende, paradójicamente, del Ministerio de Trabajo. Pocas evidencias mayores de que estas personas son concebidas exclusivamente como potencial mano de obra, y el espacio en el que son recluidas como un mecanismo de adoctrinamiento en la actitud sumisa que deben mantener para no ser desechados, expulsados, como desentraña en sus ensayos el investigador Eduardo Romero.
En cuanto a las presuntas víctimas de trata, según Montero, director del CETI, éstas son trasladadas a centros en Sevilla, Córdoba, Valencia y Bilbao, todos ellos enclaves destacados de las rutas de la trata en su camino al resto de Europa, a través de Francia. Especialmente esta última: “Casi todas las mujeres nos dicen que tienen un conocido en Bilbao, que quieren ir para allí”, explican en Melilla Acoge.
En Ceuta, según varias organizaciones, la mayoría de las mujeres subsaharianas tendrían sobrados argumentos para solicitar asilo, pero no lo hacen porque acarrearía quedarse estancadas en esta otra ciudad fronteriza durante meses. Esta política de castigo a los solicitantes de asilo lleva décadas aplicándose de manera irregular en las ciudades autónomas, pese a que ha sido condenada por el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía y por el Defensor del Pueblo: las personas solicitantes de refugio tienen derecho a circular libremente por todo el territorio del Estado español, aunque aquí no se cumpla.
Mientras, en los puertos de Málaga, Cádiz y Almería, las mujeres que lograron llegar a la Península en patera en 2018 pasaban horas tiradas a la intemperie en los pantalanes, sin que a menudo se cumpliera con su derecho a ser informadas sobre qué iba a ser de ellas, ni recibiesen atención psicológica si habían sobrevivido a un naufragio. Las presuntas víctimas de la trata pasaban una noche tras otras tiradas en los pantalanes durante horas, muchas después de haber sobrevivido a una de las experiencias más traumáticas: cruzar un mar en una precaria lancha, sabiendo que muchos habían muerto antes así, que muchos seguirán muriendo.
Al mismo tiempo, se anunciaban y cerraban convocatorias públicas del Gobierno de España, de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos para subvencionar campañas de sensibilización, talleres, cursos online, exposiciones, documentales, charlas, seminarios y películas sobre la trata con fines de explotación sexual. Se destinaban importantes presupuestos para diseñar e implementar protocolos, elaborar ordenanzas municipales, crear plazas en residencias sobre la trata con fines de explotación sexual. Sus supuestas destinatarias estaban huyendo de las porras de los policías marroquíes en los montes del norte de Marruecos, jugándose la vida en una patera, pariendo en una casa clandestina, durmiendo con su vigilante de la red de trata en el CETI, temblando de frío en las dársenas del puerto de Motril, encerradas en la sala de no admitidos del aeropuerto de Barajas, en uno de los siete Centros de Internamiento de Extranjeros que hay en España…
Y las que consiguen salir de la red –ya sea cuando han pagado la deuda que les exigen, o porque han conseguido huir– lo que necesitan para empezar a recuperarse física y psicológicamente, y empezar a construirse una vida, es un mínimo de estabilidad: un lugar tranquilo en el que estar, un permiso de residencia –al que supuestamente tienen derecho por ley, pero que no siempre se les concede–, y un puesto de trabajo. Pero para esto, las administraciones no suelen destinar presupuesto. Quizás sea porque es más cómodo pensar, desde una visión paternalista y salvadora, en eternas víctimas con un pasado terrible por la prostitución, que como supervivientes de un continuum de violencias –muchas de ellas institucionales– con todo un futuro por construir. Porque, como dicen en Fundación Amaranta Gijón, una entidad con dos décadas de experiencia trabajando con mujeres que sufrieron la trata, y más de un siglo con mujeres en situación de vulnerabilidad social, la trata no las define, es una parte de sus vidas, pero no es lo más relevante para su recuperación: lo que necesitan son oportunidades para alcanzar vidas autónomas.
Paradójicamente, no parece ser esta la prioridad de las administraciones, mucho más volcadas en generar discurso contra la trata y la prostitución que en combatir sus causas: la desigualdad, el racismo, el colonialismo y las fronteras.
Mientras no lo hagan, las mujeres que no se resignan a las condiciones que su contexto les ofrece seguirán buscando vías para hackear el sistema fronterizo: así tengan que recurrir a las redes que crearon las políticas de cierre de fronteras.