El Estado español, así como el resto de Europa, se ha autoconstruido como una región históricamente blanca. Esta ficción, esta comunidad imaginaria, homogeneiza a todas las comunidades racializadas y las excluye de su comprensión de ciudadanía
– Susan Hussey: “¿De dónde eres?”
– Yo [Ngozi Fulani]: “Sistah Space”.
– No, de dónde vienes.
– Nuestra sede está en Hackney.
– No, ¿de qué parte de África vienes TÚ?
– No sé, no dejaron documentos registrales.
– Pero sabrás de dónde procedes. Por ejemplo, yo viví un tiempo en Francia. ¿Tú de dónde eres?
– De aquí, del Reino Unido.
– Pero, ¿cuál es tu nacionalidad?
– Nací aquí y soy británica.
– Me refiero a de dónde vienes realmente, de dónde viene tu gente.
– ¿’Mi gente’, señora?, ¿eso qué quiere decir?
– Oh, ya veo que me va a suponer todo un reto lograr que me digas de dónde eres. ¿Cuándo llegaste aquí por primera vez?
– ¡Señora! Soy ciudadana británica, mis padres llegaron aquí en la década de los cincuenta, cuando…
– ¡Sabía que al final daría con ello! ¡Eres caribeña!
– No, señora. Tengo herencia africana, ascendencia caribeña y ciudadanía británica.
– Ya, pero entonces eres…
Llevo cinco años viviendo en el Estado español. No es mucho, pero es aquí donde me emancipé, conseguí mi primer trabajo, atravesé tres años de irregularidad y, finalmente, alquilé mi primera vivienda con mis ahorros. En todo ese tiempo, que bien parece toda una vida, aprendí a escribir y a hablar gallego de manera fluida.
La vida laboral virtual es algo curiosa. Cuando mantengo conversaciones por correo en gallego, nadie hace ninguna pregunta sobre mi origen. De hecho, más de una vez me ha pasado que, cuando me presentan, escriben “periodista gallega” o simplemente “galleguisan” mi apellido Guerrero por Guerreiro. No es que me pese, pero esto solo demuestran que nunca hubo la mínima posibilidad de que en un medio de comunicación estuviera escribiendo una persona que no fuera gallega. O que mi apellido de origen castellano no perteneciera a alguien que no nació en el Estado español -y todo lo que implica-. No formo parte de su comunidad imaginada.
«Lo que duele con cada pregunta es el recordatorio constante, ineludible y eterno de que somos una excepción, que no somos del todo de aquí, que este lugar no es tan nuestro como lo es suyo»CLIC PARA TUITEAR
Luego está el momento en el que nos conocemos personalmente. Es decir, cuando me ven y me oyen hablar. Cada encuentro suscita una ligera tensión. Noto en el aire que, quien no se atreve a preguntar, está deseándolo, pero no sabe cómo. Al final, más tarde o más temprano, la pregunta suele salir: “¿De dónde eres?”. Y, tras mi respuesta: “Ya decía yo que había algo raro en tu acento que no me terminaba de cuadrar”. ¿Qué obsesión hay por saber de dónde somos? Fuera de las conversaciones entre amistades, en donde nos preguntamos cosas unas a las otras para conocernos más a fondo, ¿por qué sería trascendental saberlo?, ¿qué cambiaría entre quien pregunta y yo?, ¿es que explica algo de mí de lo que yo no me percato?
Pero, más allá de eso, lo que duele con cada pregunta es el recordatorio constante, ineludible y eterno de que somos una excepción, que no somos del todo de aquí, que este lugar no es tan nuestro como lo es suyo.
Fuera queda, claro, la posibilidad de, de hecho, haber nacido aquí y ser hijx o nietx de migrantes. O llevar más años viviendo aquí que en el país donde nacimos. Se nos somete a una prueba de racialidad una y otra vez… qué tan oscura es nuestra piel, qué cadencia y melodía tienen nuestras palabras o cualquier otro detalle que “devele nuestro origen”. Lo que enfada con cada pregunta es la cristalización de la ficción de que España (y por extensión Europa) ES o que alguna vez FUE blanca. Pero aquí no hay un “pasado glorioso” sin nosotres. Lo que indigna con cada pregunta es la falta de memoria, la invisibilización y segregación de todas las personas racializadas y migrantes de la ciudadanía y de la historia del territorio.«Hablar desde nuestro lugar de enunciación, desde el ser racializada y nuestra experiencia como migrantes no debería de escindirnos del resto de la ciudadanía»CLIC PARA TUITEAR
“Dejemos de nombrarnos a nosotras mismas minoría”, exclamaban ya desde el siglo pasado las feministas. Autoproclamarse como una minoría como una herramienta discursiva y política tiene sentido cuando se lucha contra cierta hegemonía. El gran peligro que se corre es que, de verdad, se nos considere y se nos trate como tal. Como algo nimio, excepcional.
Sucede algo similar con las políticas de identidad. Es importante visibilizar quién somos, nuestra disidencia. Pero ¿cuándo esto devino en nuestra escisión? Hablar desde nuestro lugar de enunciación, desde el ser racializada y nuestra experiencia como migrantes no debería de escindirnos del resto de la ciudadanía. Y es que, una vez más, en los medios de comunicación solo se nos suele llamar para hablar de racismo, no como expertas en alguna otra materia. En los medios masivos, nuestro origen se resalta cuando se cubre un relato de que criminaliza ipso facto a toda la población migrante. ¿Qué espacio ocupamos a escala de representación cultural o representación política?, ¿qué somos y qué espacios de verdad podemos ocupar más allá de nuestra etiqueta de eternas foráneas? Porque de la migración siempre se habla en presente, como si los desplazamientos humanos en el continente fueran la novedad del siglo, como si nacer aquí y llevar más de tres generaciones viviendo en territorio del Estado español fuera irrelevante: eres migrante hoy y lo será tu descendencia. La comprensión de la identidad como algo unitario está vigente y la tuya es esa. No ser de aquí. Ser migrante se ha construido como símil de ser una presencia temporal.
Ante la instrumentalización y la criminalización, hay cierto deseo que se despierta por abogar por una desidentificación. Por trabajar en un tejido social en el que no haya una identidad hegemónica con la que identificarse, pero tampoco posicionarse en su contra. (Aquí empezaría a sonar la eterna utopía de John Lennon, Imagine). Pero la línea es delgada: se corre el riesgo de regresar a la sombra, de dar un paso atrás en las políticas sociales (que necesitamos porque somos sistemáticamente empobrecidas) y desaparecer entre la blanquitud; de renunciar a las raíces, saberes y costumbres que vivimos con orgullo.
Yo no estoy cansada de que se me considere como una mujer migrante, estoy harta de que sea mi única marca identitaria, de que sea lo primero que se considere de mí, de que la identidad nacional en el territorio español sea aún tan monolítica, uniforme e incuestionablemente blanca, que nunca se me deje de considerar como una extranjera, como alguien que no está en su sitio, como un sujeto que solo está de paso en la historia de su nación. Pero, si este lugar no es mío, ¿de quién?
Ya saben: “Yo no soy de aquí, pero tú tampoco”. Que las personas no blancas siempre vivimos en este territorio y que se nos borró de la memoria colectiva en el proyecto de nación, el cual se construyó a través de procesos de exclusión con prácticas genocidas en el siglo XV y se mantiene con la masacre en Melilla del año pasado.